miércoles, 29 de diciembre de 2010

Capítulo 7. El cristianismo de Pablo

Capítulo 7. El cristianismo de Pablo

Hace solamente medio siglo[1] los teólogos de la Cristiandad se sobresaltaron ante la publicación del tratado de Ferdinand Baur sobre Pablo. Fue un libro que hizo época. Las investigaciones críticas del autor le habían llevado a afirmar la indudable autenticidad de las Epístolas a los Romanos, a los Corintios y a los Gálatas. Y fundándose en estos escritos como nuestra guía más segura en investiga­ciones históricas respecto del carácter y del origen del cristianismo primitivo, procedió a demostrar su origen paulino. «Estos auténticos documentos», sostenía él (citando a un autor reciente), «revelan una antítesis de pensamiento, un partido petrino y un partido paulino en la Iglesia Apostólica. El partido petrino era el cristianismo primitivo, compuesto de personas que, en tanto que creían en Jesús como el Mesías, no dejaban de ser judíos, el cristianismo de los cuales era un estrecho neojudaísmo. El partido paulino era un cristianismo reformado de la gentilidad cuyo objetivo era la universalización de la fe en Jesús liberándolo de la ley y tradición judías. Así, el universalismo del cristianismo y, por ello, su importancia y logros históricos, son en realidad la obra del apóstol Pablo. Su obra no la llevó a cabo con la aprobación y el consentimiento, sino en contra de la voluntad y a pesar de los esfuerzos y oposición de los antiguos apóstoles, y especialmente de sus partidarios más inveterados, que afirmaban ser el par­tido de Cristo».[2]
Si queremos comprender la secuela del anterior que se está desarrollando, es necesario rescatar de su falso medio ambiente de racionalismo alemán la importante verdad que Baur acaba así de sacar a la luz y de distorsionar.[3] Nos es preciso reconocer el carácter intensamente judío de la dispensación pentecostal. Y, en relación con esto, debemos también comprender el doble aspecto de la muer­te de Cristo. La Cruz fue la manifestación de un amor de Dios sin reservas ni límites; pero fue tam­bién la expresión de la indecible malignidad del hombre. Si la reverencia nos permitiera dar lugar a la imagi­nación en un asunto como éste, podríamos suponer que la muerte de Cristo fue consumada por el poder de Roma frente a las protestas y súplicas de un pueblo judío agraviado y oprimido. Más aún, pudié­ramos imaginar que el «Rey de los Judíos» hubiera sido hecho morir por una razón de estado, pero tratado hasta el final con todo el respeto y miramientos debidos a Su carácter personal y dere­chos regios.
¿Y quién se atreverá a afirmar que la eficacia expiatoria de la muerte de nuestro Divino Señor, sea como fuere que se hubiera llevado a cabo, pudiera ser menos que infinita? Pero observemos el énfasis que las Escrituras ponen en la manera de Su muerte. Fue «muerte de Cruz». No faltaba ningún elemento de desprecio ni de odio. La Roma Imperial la decretó, pero fue el pueblo escogido quien la exigió. Las «manos malvadas» mediante las que ellos asesinaron a su Mesías eran las de sus gobernantes paganos, pero la responsabili­dad del hecho fue toda de ellos. Y no fue el ignorante populacho de Jerusalén el que obligó al gobierno romano a levantar aquella cruz en el Calvario. Detrás de la multitud se hallaba el gran Consejo de la nación. Tampoco fue un repentino arran­que de pasión lo que llevó a estos hombres a clamar por Su muerte. Sectas enfrentadas entre sí olvidaron sus diferencias para colaborar en conspiraciones bien urdidas para lograr Su destrucción. Esto tuvo lugar además en durante la fiesta de la Pascua, cuando judíos de todos los países se congregaban en Jerusalén. Cada grupo de presión, cada clase, cada sección de aquella nación, participó en el gran crimen. Nunca ha habido un caso tan claro de culpa nacional. Nunca ha habido un acto por el que se pudiera llamar con más justicia a una nación a dar cuenta de él.
Pero la misericordia infinita podía incluso perdo­nar este pecado trascendental, y fue en la misma Jerusalén que se proclamó la gran amnistía por primera vez. Por mandato divino se predicaron el perdón y la paz ¡a los mismos hombres que habían crucificado al Hijo de Dios! Pero aquí los conceptos erróneos están tan asentados que se pierde todo el significado de la narración. Los apóstoles fueron guiados por Dios a declarar que si, incluso entonces, los «varones israelitas» se arrepentían, su Mesías regresaría para cumplir para ellos todo lo que sus propios profetas habían predicho y prometido sobre la bendición espiritual y nacional.[4]
Presentar esto como doctrina cristiana, o como la institución de «una nueva religión», es demostrar igno­rancia tanto acerca del judaísmo como del cristia­nismo. Los oradores eran judíos, los apóstoles de Aquel que fue Él mismo «siervo de la circuncisión». Sus oyentes eran judíos, y como a judíos se les hablaba. La iglesia de Pentecostés basada en este testimonio era intensa y totalmente judía. No se trataba meramente de que los oyentes fuesen judíos y sólo judíos, sino de que la idea de evangelizar a los gentiles ni siquiera había recibido consideración. Cuando la primera gran persecución esparció a los discípulos e «iban por todas partes anunciando el Evangelio», predicaban, como se nos afirma de forma expresa: «sólo a los judíos».[5] Y cuando, después de un período de varios años, Pedro entró en una casa gentil, se le llamó públicamente a que diera explicaciones de una acción que parecía tan extraña y errónea.[6]
En una palabra, si «al judío primeramente» es característico de los Hechos de los Apóstoles como un todo, «al judío solamente» aparece claramente estampado en estos primeros capítulos, descritos por los teólogos como la «sección hebrea» del libro. Esto es tan claro como la luz. Y si alguno quiere explicar esto como debido a prejuicios e ignorancia de los hebreos, ya pueden echar este libro a un lado, porque aquí se da como supuesto que los apóstoles del Señor, hablando y actuando en los memorables días del poder pentecostal, fueron guiados por Dios en su obra y testimonio.
De modo que la Iglesia de Jerusalén era judía. Su Biblia era las Escrituras judías. El templo judío era su casa de oración y el punto nor­mal de reunión.[7] Sus creencias y esperanzas, palabras y hechos, los marcaban como judíos. De ahí el asom­broso número de convertidos. Tan sólo en el día de Pentecostés, tres mil fueron bautizados.[8] Poco des­pués parece que su número se había triplicado.[9] Para el tiempo del pecado y de la muerte de Ananias y Safira, todavía «aumentaban más, gran número así de hombres como de mujeres». Y para el tiempo de la designación de los hombres que, por una extraña extravagancia de la tradición, han recibido el erróneo nombre de «los diáconos»,[10] se registra que «el número de discípulos se multiplicaba grandemente en Jerusalén; también muchos de los sacerdotes obedecían a la fe».[11] Nada estaba más lejos de los pensamientos de estos hombres que «fundar una nueva religión». Al contrario, en tanto que aclamaban al Nazareno rechazado como su Mesías nacional, se aferraban con una apasionada devoción a la religión de sus padres.
Pero, ¿qué relación tiene todo esto en la cuestión que nos ocupa? Los judíos habían crucificado al Mesías. Pero ahora, cuando se hubiera podido esperar que cayese una venganza rápida y terrible sobre aquel pueblo culpable, la misericordia detenía el juicio y los llamaba de nuevo al arrepentimiento. El testimonio fue claro y pleno, y quedó confirmado por una marcada exhibición de poder milagroso. Pero, ¿cuál fue la respuesta de los hombres que se sentaban en «la cátedra de Moisés»—los líderes acreditados y repre­sentativos de la nación?[12] Con el asesinato de Esteban repitieron, hasta allí donde estaba en sus manos repetir, la suprema tragedia del Calvario. Teniendo en cuenta todo lo que había sucedido en el intervalo, aquel crimen adicional hizo patente un odio más delibe­rado, y por ello una mayor profundidad de culpa incluso que en la misma Crucifixión. En esta ocasión no hubo un clamor popular que cegara su juicio. Cuando, algunos meses antes, en una reunión formal de su senado nacional, se consideró por primera vez el plan de asesinar a los apóstoles, fue uno de los gran­des doctores del Sanedrín quien intervino en su favor de ellos.[13] Además, las palabras de Gamaliel, y la decisión que adoptó el Consejo acerca de ellos, constituyen la prueba de cuan totalmente estaban la posición y la ense­ñanza de los apóstoles dentro del campo de las creencias y esperanzas judías, y de cuan totalmente le les consideraba como una secta judía.[14] Pero estos hom­bres se hallaban tan ofuscados por el rencor reli­gioso que ninguna voz, humana ni divina, hubiera servido para dete­nerlos.
Los mejores dones del cielo, cuando se pervierten o se abusa de ellos, se convierten a menudo virulentamente malos; y la religión, cuando se divor­cia de la vida espiritual, parece tener un misterioso poder para cerrar, endurecer y corromper el cora­zón humano. «¡No es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén!»[15] El patetismo de estas pala­bras no esconde su mordaz ironía. Entre el común de los hombres, por malvados o degradados que fuesen, un profeta podría pasar ileso: ¡Solamente los hom­bres religiosos le perseguirían y asesinarían! En todas las épocas ha sido efectivamente la religión el enemigo más implacable de Dios, y el perseguidor más implacable de Su pueblo. ¡De ello son testigos los sepulcros de los profetas! ¡Son testigo también las páginas manchadas de sangre de la historia de la Iglesia! Los mártires cristianos en millones innumerables —porque aunque sus nombres están escritos en el cielo, la tierra no guarda el registro de ellos—, los mejores, los más puros y más nobles de la humanidad, han sido torturados hasta morir en nombre de la religión.[16] ¡Cuánta justicia hay en la acusación del in­crédulo de que vicia radicalmente las normas de la moralidad humana![17]
Los hombres a cuyas manos murió «el protomártir» eran los mismos que habían «prendido y matado» a Cristo. Es cierto que en épocas de motines o de excitación, las multitudes pueden cometer excesos que, en sus mejores momentos, cada uno de ellos, individualmente, rechazaría. Pero estos hombres no eran de la clase de los que componen las turbas. Presidía el sumo sacerdote. A su alrededor se sentaban los ancianos y los escribas. Fue el gran Consejo de la nación el que realizó aquella acción. Sus miembros eran los dirigentes reconocidos del pueblo. Muchos de ellos, como Saulo de Tarso, él mismo el testigo formal de la muerte, eran hombres de vida intachable, de celo incansable y de piedad intensa. Y mientras caían las crue­les piedras sobre aquel rostro que había resplandecido como el de un ángel al mirarlo, lo que encendía los corazones de ellos era el odio al Naza­reno. Su Rey lo habían desechado, y Esteban era el mensajero enviado tras Él para manifestar de nuevo su propósito delibe­rado de rechazarlo.[18] Esta fue la respuesta que dieron al testi­monio de Pentecostés enviado desde el cielo. «Todo pecado» contra el Hijo podía ser perdonado; pero ellos habían ahora cometido aquel pecado más profun­do contra el Espíritu Santo, para el cual no podía haber perdón.[19]

Durante los cuarenta años del ministerio de Jere­mías se había postergado la destrucción de Jerusalén. Y también ahora transcurrieron cerca de cuarenta años antes que se abatiese sobre ellos aquel juicio todavía más horrible bajo el que se hundió la nación. Dios es muy compasivo, y entonces, como ahora, Él «envió constantemente palabra a ellos por medio de sus mensajeros, porque él tenía misericor­dia de su pueblo y de su habitación. Mas ellos hacían escarnio de los mensajeros de Dios, y menosprecia­ban sus palabras, burlándose de sus profetas, hasta que subió la ira de Jehová contra su pueblo, y no hubo ya remedio».[20] Pero aunque el suceso público que marcó su caída quedó así aplazado, la muerte de Esteban formó la crisis secreta de su destino. Nunca más se testificó un milagro público en Jerusalén. La especial proclamación de Pentecostés[21] quedó anulada. La iglesia pentecostal fue esparcida. Fue en este punto que el apóstol de los gentiles recibió su comisión, y se fue imponiendo una corriente de acontecimientos que con una fuerza continuamente creciente iba hacia el abierto rechazo del pueblo durante tanto tiempo favorecido, y hacia la proclamación pública de la gran verdad caracterís­tica del cristianismo. Dentro de esta verdad se escon­de la clave del misterio de un Cielo silencioso.

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[1] Téngase en cuenta que esta obra fue publicada por primera vez en el año 1897 (N. del T.).
[2] Fairbairn, The Place of Christ in Modern Theology, p. 267.
[3] ¡Unos doce años antes de la aparición del Paul de Baur, la verdad que se le atribuye a él estaba ya siendo considerada en las entonces célebres «reuniones de Powerscourt» en Irlanda!
[4] Aunque la V.M. traduce bien el pasaje que la Reina-Valera había mal traducido (cp. también la Biblia de las Américas —N. del T.), parece sin embargo que el hecho de tomar estas sencillas palabras en su sentido claro y evidente comporta el riesgo de ser considerado como un insensato o un adicto a la ficción. Las palabras son:  «¡Arrepentíos pues, y volveos a Dios; para que sean borrados vuestros pecados! para que así vengan tiempos de refrigerio de la presencia del Señor; y para que él envíe a aquel Mesías, que antes ha sido designado para vosotros, es decir, Jesús; a quien es necesario que el cielo reciba, hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas, de la cual habló Dios por boca de sus santos profetas, que ha habido desde la antigüedad. ... Vosotros sois hijos de los profetas, y del pacto que hizo Dios con vuestros padres» (Hch. 3:19, etc.). Se debería estudiar con atención todo el pasaje, y si es posible, estudiar las notas de Alford, que exponen de qué manera tan plena y específica todo este pasaje se refiere a las esperanzas y promesas dadas a los judíos.
[5] Hechos 8:1-4; 11:19. Es digno de señalar que, en esa época todos los discípulos salieron a predicar, excepto los apóstoles. ¡Y, a pesar de todo, los hay que mantienen que la predicación es una función exclusivamente apostólica!
[6] Hechos 11. Las palabras «los que eran de la circuncisión parecen sugerir que habían gentiles entonces en la iglesia. Pero, como dice el decano Alford, Lucas utiliza la frase desde el punto de vista del tiempo en que estaba escribiendo: «En este caso, todos los mencionados pertenecerían a la circuncisión».
[7] Hechos 2:46; 3:1; 5:42
[8] Hechos 2:41
[9] Hechos 4:4 Si el número de varones llegó a ser de alrededor de «cinco mil», es razonablemente cierto que todo el grupo era por lo menos el doble de esta cantidad.
[10] Nunca reciben tal designación en Hechos. Lo cierto es que nuestro término castellano «diácono» no tiene equivalente en griego clásico ni en griego bíblico, y si los revisores (ingleses) de la Biblia hubieran sido fieles a sus principios de traducción, este término hubiera tenido que desaparecer. Διάκονος se utiliza veintidós veces en las epístolas, y se debería traducir como «siervo» en cada uno de estos casos, y de manera especial en Filipenses 1:1, y en 1 Timoteo 3:8 y 12, donde se distingue entre siervos y obispos. En los Evangelios aparece en ocho ocasiones, y es siempre equivalente a «siervo» en la acepción común, excepto en Juan 12:26, donde se utiliza en un sentido superior.
[11] Hechos 6:7
[12] Mateo 23:2
[13] Hechos 5:21, 33-40. Utilizo a propósito la palabra asesinato, porque bajo la ley romana los judíos no tenían derecho a ejecutar a nadie. Ver Juan 18:31. La crucifixión fue un asesinato judicial; el apedreamiento de Esteban fue pura y simplemente un asesinato.
[14] Hechos 5:34-40; 22:3. Un cuarto de siglo después de esto se les conocía todavía con el nombre de «la secta de los nazarenos»  (Hch. 24:5).
[15] Lucas 13:33
[16] ¡Las víctimas de las llamadas persecuciones cristianas se han computado, a grosso modo, en unos cincuenta millones de personas! De las víctimas de la Roma pagana nunca he visto ninguna estimación. ¡Y las persecuciones paganas también se hicieron en nombre de la religión! Desde la muerte de Abel en el principio, hasta las matanzas de cristianos armenios en nuestros tiempos, la religión ha acumulado una larga historia de culpa y dolor.
[17] Mill John, Autobiography.
[18] Lucas 19:14
[19] Mateo 12:31-32
[20] 2 Crónicas 36:15 y ss.
[21] Hechos 3:19-26


Historia:
Fecha de primera publicación en inglés: 1897
Traducción del inglés: Santiago Escuain
Primera traducción publicada por Editorial Portavoz en castellano en 1983
OCR 2010 por Andreu Escuain
Nueva traducción © 2010 cotejando la antigua traducción y con constante referencia al original inglés, Santiago Escuain
Quedan reservados todos los derechos. Se permite su difusión para usos no comerciales condicionado a que se mantenga la integridad de la obra, sin cambios ni enmiendas de ninguna clase.

1 comentario:

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