miércoles, 29 de diciembre de 2010

Capítulo 9. La doctrina cristiana

Capítulo 9. La doctrina cristiana

«En el magno y sencillo credo de Cristo, expresado en sus palabras más claras, la vida eterna era la segura herencia de aquellos que amasen a Dios con todo su corazón, a su prójimo como a sí mismos, y que anduviesen en pureza, humildad, y haciendo el bien mientras estuvieran en la tierra. En las iglesias y sectas cristianas de la actualidad, en los formularios y detallados credos que reconocen, todo esto se repudia como infantil y caduco; el medio oficial y la moneda para la adquisición de la salvación se han cambiado del todo; la vida eterna queda reservada a aquellos, y exclusivamente para aquellos, que acepten, o profesan, una cadena de proposiciones metafísicas concebidas en un cerebro escolástico y expresadas en una fraseología escolástica».[1]
Para todo aquel que desee tener las ideas claras y unas creencias bien fundamentadas no hay nada más útil que la crítica adversa. De ahí el valor de las palabras que aquí se citan. Además, pueden tomarse como representativas de las opiniones de un amplio e importante sector del que el citado autor, aunque ya fallecido, puede aún ser considerado como un representante y paladín.
Una cuestión preliminar que se surge de sí misma es: ¿Dónde vamos a encontrar este «magno y sencillo credo» que se nos recomienda así a nuestra aceptación? Si, como nos dice el agnóstico, los Evangelios son meras crónicas humanas, ¡qué puede ser más vacío que apelar a ellos en cuanto a las enseñanzas de Cristo! Era costumbre entre los antiguos escritores poner largos discursos en boca de sus héroes, y los discursos atribuidos al Nazareno caerían en el acto en esta categoría de romance. Pero se nos dice que aunque no debemos confiar en los evangelistas cuando registran sucesos llanos de los que fueron testigos oculares, como los milagros de Cristo, ¡se les debe creer implícitamente cuando profesan registrar textualmente Sus largos discursos! Si los Evangelios han sido divinamente inspirados, el agnosticismo es una insensatez manifiesta; si no han sido inspirados, nuestra fe es una pura superstición.
El siguiente pensamiento que estas palabras sugieren es que si realmente la vida eterna está reservada a aquellos cuyo carácter y conducta estén marcados por una perfección absoluta, toda la raza humana está condenada. Un amor perfecto a Dios y al hombre constituye una norma que excluye incluso al más devoto de los santos, y el común de los hombres pueden despedirse de cualquier esperanza de alcanzarla jamás. Y, sin embargo, el autor citado tiene razón. Es sólo así y de esta manera que un hijo de Adán puede heredar la vida eterna. Entonces, lo que a nosotros nos toca es indagar si queda quizá algún otro camino hacia la bendición que nos pueda estar abierto. Agnosticismo  es un  término  griego  que  significa ignorancia; ¿no podríamos esperar que este particular agnóstico sea fiel a su nombre, y que el amor de Dios vaya más allá de lo que él parece haber captado u comprendido?
Las afirmaciones que aquí impugnamos son importantes en cuanto que exponen cuán gravemente puede quedar perjudicada la gran verdad de la Reforma por la misma importancia que se le asigna en nuestro sistema de teología protestante. Que adquiera grandes proporciones en nuestra valoración es sólo natural, cuando consideramos cuán encarnizada fue la contienda a la que debemos su recuperación. Sin embargo, el dogma de que la justificación es por la fe es tan sólo una verdad secundaria, subsidiaria de otra verdad de alcance más amplio y de una importancia más trascendental. «Por tanto, es por fe, para que sea por GRACIA».[2] La GRACIA es la verdad característica del cristianismo. Según el gran tratado doctrinal del Nuevo Testamento, somos «justificados por la gracia», «justificados por la fe», «justificados por la sangre» —esto es, por la muerte de Cristo en su aplicación a nosotros, porque tal es el significado de la figura sacrificial de la que la palabra «sangre» es la expresión en el Nuevo Testamento. La gracia es el principio por el que Dios justifica al pecador; la fe es el principio por el que se recibe el beneficio; y la muerte de Cristo es la única base sobre la que todo esto es posible: somos «justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús».[3]
Y los que están así justificados no pueden pretender este beneficio ni sobre una base de mérito ni de promesa. Porque si pudiéramos ganarnos un derecho a ello, no habría necesidad de redención; y si Dios se hubiese comprometido a Sí mismo por un pacto a concederla, no habría lugar para la gracia. La gracia es soberana, pero es libre.
Existen solamente dos principios alternativos por los que la justificación es teóricamente posible en la actualidad. Uno es que el hombre la merezca; el otro es mediante el favor inmerecido de Dios. Que un hombre, desde la cuna hasta la tumba, sea todo lo que deba ser, y que haga todo lo que deba hacer; que, como el autor dice, ame a Dios con todo su corazón, y a su prójimo como a sí mismo, andando «en pureza, humildad, y haciendo el bien, mientras esté en la tierra», y una persona así «heredará la vida eterna». Pero todas estas pretensiones son un síntoma de ignorancia y de degradación moral y espiritual. Todos los hombres son pecadores; y, siendo pecadores, se hallan totalmente dependientes de la gracia.
Las palabras del señor Greg se basan en un incidente del ministerio de nuestro Señor que dieron la ocasión para la parábola del «buen samaritano». «Un intérprete de la ley», deseoso de poner a prueba la doctrina del Salvador, le preguntó: «Maestro, ¿haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?» Indudablemente, había oído que el gran Rabí era herético, que menospreciaba la ley de Moisés, y que señalaba a la gente del pueblo un fácil atajo hacia la vida. ¡Cuán grande tiene que haber sido su sorpresa cuando le respondió: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees?»! Respondiendo a su vez, éste repitió las palabras bien conocidas, tan familiares para todo judío, que mandaban amar a Dios y al hombre. Y la sorpresa tuvo que haberse convertido en pasmo cuando el Salvador añadió: «Bien has respondido; haz esto, y vivirás». ¡El más estricto legalista del Sanedrín no podría hallar ningún error en una enseñanza como aquella! Pero la pregunta era, como podía una persona heredar vida, y para tal pregunta solamente había una respuesta posible. Para disimular su confusión, el intérprete de la ley le hizo en el acto otra pregunta: «¿Y quién es mi prójimo?», tratando así de escapar por la tangente, como siempre lo han hecho los profesionales de la ley en todas las edades. Y esto llevó al Señor a relatar aquella exquisita historia que desde entonces ha subyugado las mentes de los hombres. La palabra griega para «prójimo» es el que está cerca, y la pregunta del intérprete de la ley implicaba que no se consideraba comprometido a amar a cada uno de aquellos con los que estuviera en contacto. El judío de casta alta, si se puede admitir una expresión así, preferiría antes morir que deber su rescate a un samaritano, por lo que el Señor introduce a un samaritano en la parábola, contrasta su conducta con la del levita y la del sacerdote, y pregunta luego cuál de los tres actuó como prójimo del pobre hombre al que los ladrones habían dejado medio muerto en el camino.
Esta era la enseñanza superficial de la parábola, pero, como sucede con cualquier otra de las parábolas, tenía un significado escondido y espiritual. El había dado respuesta acerca de como un ser perfecto podía heredar la vida: Ahora despliega la enseñanza de como un pecador arruinado puede ser salvo. El viajero, de camino desde la ciudad de bendición a la ciudad de la maldición, resulta despojado de todo lo que tiene, y es dejado herido casi de muerte, y totalmente impotente. Pasan al lado un sacerdote y un levita. ¿Por qué un sacerdote y un levita? Porque de esta manera Él personifica así a la ley y, en una palabra, a la religión. Estos podrían ayudar a un hombre que pudiera ayudarse a sí mismo, pero por el impotente pecador no pueden hacer nada. «Pero un samaritano que iba de camino, vino cerca de él.» ¿Por qué un samaritano? Porque Él les quería enseñar que el Salvador es aquel que, si no fuera por la misma ruina y desgracia en que se encuentra sumido, el pecador despreciaría y rechazaría. «Y» —remarquemos las palabras— «viéndole, fue movido a misericordia; y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él»; y en la posada pagó el gasto e hizo provisión para su futuro.
Cada detalle de la historia tiene su correspondencia en verdades espirituales. Nos habla de un Salvador que salva; que acude al pecador allí donde éste se halla y tal como se halla; que venda unas heridas más profundas que las que pueda infligir el cuchillo de un bandido; que lo saca del lugar de peligro para llevarlo a un lugar seguro y en paz, y que provee para todas sus futuras necesidades. Y todo esto sin regatear ni poner condiciones, y sin otro motivo que el de Su propia infinita compasión.
¡Cómo desea uno que personas sinceras, como el autor de The Creed of Cristendom (El Credo de la Cristiandad), pudieran, por lo menos, llegar a oír estas verdades y a saber que éste es el Evangelio del cristianismo! Sus escritos demuestran que en esta Inglaterra cristiana hay personas ilustradas y cultas cuyo rechazo muy legítimo del clericalismo y de todo lo que es mera religión las ha devuelto a las tinieblas del paganismo. Pero en medio de esta oscuridad hay una luz que brilla. La versión que da el agnóstico del «grande y sencillo credo de Cristo» transformaría en fariseos a algunas personas —y el cielo está totalmente cerrado para los tales— a la vez que confinaría a la humanidad en general a la posición de unos desesperanzados proscritos. Pero las Sagradas Escrituras nos testifican que «Cristo murió por los impíos», y que todo aquel que cree en Él queda justificado.
Y creer en Él no tiene nada en común con la aceptación de «una cadena de proposiciones metafísicas». Significa inclinarse ante el juicio divino sobre el pecado, y aceptar a Cristo como Salvador y Señor. La desconfianza fue el punto decisivo de la caída del ser humano, porque el acto manifiesto de pecado fue tan sólo el resultado de la incredulidad, ¡Qué natural, entonces, que la confianza sea el punto decisivo de su recuperación! Hubo una época en Inglaterra en el que llevar una cierta flor era una clara manifestación de lealtad o de traición. Y esto era un mero acto externo que pudiera no ser sincero, mientras que las creencias de una persona forman parte de dicha persona. La tragedia del Calvario ha llegado a ser considerada como un mero incidente en la historia, natural en aquellas circunstancias, y apropiada para enfatizar y subrayar la dignidad del hombre. En cambio, Dios la señala como la «crisis» del mundo, un suceso de una importancia tan trascendental que no es posible la indiferencia ante el mismo. El que murió allí no desea ni nuestra lástima ni nuestro favor: Demanda nuestra fe. Es una cuestión de lealtad personal a Él.
Pero este capítulo es una digresión. Volvamos ahora a la enseñanza de la Epístola a los Romanos.

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[1] Greg, R. R., Creed of Christendom.
[2] Διὰ τοῦτο ἐϰ πίστεως ἳνα ϰατὰ χάριν (Ro. 4:16). La teología no tiene una mejor definición de la gracia que la que da Aristóteles (Ret 2:7).
[3] Romanos 3:24


Historia:
Fecha de primera publicación en inglés: 1897
Traducción del inglés: Santiago Escuain
Primera traducción publicada por Editorial Portavoz en castellano en 1983
OCR 2010 por Andreu Escuain
Nueva traducción © 2010 cotejando la antigua traducción y con constante referencia al original inglés, Santiago Escuain
Quedan reservados todos los derechos. Se permite su difusión para usos no comerciales condicionado a que se mantenga la integridad de la obra, sin cambios ni enmiendas de ninguna clase.

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