miércoles, 29 de diciembre de 2010

Capítulo 8. Análisis de objeciones y puente a las Epístolas

Capítulo 8. Análisis de objeciones y puente a las Epístolas

Hemos llegado ahora a una etapa de esta investigación donde puede ser oportuno realizar una mirada retrospectiva. Se ha dado expresión a dificultades y dudas a las que no es ajena ninguna persona reflexiva. Y éstas, como ya hemos visto, resultan aún más intensificadas que contestadas mediante una apelación a la mera corriente superficial del testimonio de las Escrituras. Ha quedado expuesto que el «argumento cristiano» basado en los milagros es no sólo inadecuado, sino erróneo. Y nos hemos dirigido a los Hechos de los Apóstoles para exponer cuán erróneo es el concepto popular de que la Iglesia de Jerusalén era cristiana. En realidad era total y plenamente judía. De hecho, la única diferencia entre la posición de los discípulos durante el «período hebreo» de Hechos y el período del ministerio terrenal del Señor, era que el magno hecho de la Resurrección vino a ser la carga de su testimonio. Y, finalmente, hemos visto como el rechazo de este testimonio por parte de la nación favorecida llevó al desarrollo del propósito divino de privar al judío de su posición de privilegio e introducir la dispensación cristiana.
La religión divina del judaísmo señalaba, en cada una de sus partes, tanto en su espíritu como en su letra, a la venida de un Mesías prometido; y mantener que alguien dejase de ser judío por acariciar aquella esperanza y aceptar al Mesías cuando viniera es una posición que es absolutamente grotesca por absurda. Sería igual de monstruoso decir, en la actualidad que un hombre deja de ser cristiano si para él la fe en Cristo deja de ser una simple formalidad de su credo, y se transforma en una realidad en su corazón y en su vida.
Veinte años después de la formación de la Iglesia de Pentecostés, los discípulos eran todavía considerados por su propia nación como una secta judía. «La secta de los nazarenos», los llamó Tértulo en su acusación contra Pablo ante Félix; y Pablo, en su defensa, repudió la acusación, afirmando que los seguidores del Camino eran los verdaderos adoradores del Dios ancestral de su nación.[1] Israel cayó, no debido a que los discípulos, conscientes del significado de su religión, aceptaran a Cristo, sino porque la nación le rechazó y persistió en aquel rechazo, «menospreciando Sus palabras y maltratando a Sus profetas, hasta que no hubo ya remedio».
Sería una especulación ociosa y sin provecho considerar cual hubiera sido el curso de la dispensación si el testimonio de Pentecostés hubiera conducido a los judíos al arrepentimiento. Lo que nos concierne es que la caída de Israel se debió a la actitud de rechazo nacional contra el Mesías, y que aquella caída fue «la reconciliación del mundo»,[2] un cambio radical en la actitud de Dios hacia los hombres, y un cambio del que las Escrituras del Antiguo Testamento no daban ninguna indicación, y que incluso los Evangelios señalaban muy vagamente. Así, seguiremos nuestro curso sin dejarnos influir ni por la ignorancia del escéptico cristianizado ni por la hostilidad del incrédulo declarado. El primero, menospreciando las Epístolas, se vuelve al Sermón del Monte para buscar allí un cristianismo ideal; el otro no encuentra dificultades en demostrar que la enseñanza de Cristo, cuando se pervierte de este modo, es el sueño de un visionario. El Sermón del Monte combina unos principios de alcance ilimitado con unos preceptos dados para el tiempo en que fueron pronunciados, y las personas con inteligencia espiritual no pueden dejar de distinguir entre los primeros y los segundos. Y es para esta clase de personas que se escribió la Biblia, no para los incrédulos ni para los insensatos.[3]
Entonces, concluimos que cuando estamos estudiando la historia de la Iglesia Pentecostal Judía, las verdades características del cristianismo estaban todavía pendientes de ser reveladas. Volviendo de nuevo a las Escrituras anteriores con el conocimiento que ahora poseemos, podemos descubrirlas allí en embrión, pero su promulgación plena y formal tenemos que buscarla en las Epístolas. Y es aquí donde la separación de los caminos se verá marcada de forma todavía más definitiva. Al dejar el ministerio del «apóstol de la circuncisión» dejaremos detrás de nosotros, naturalmente, la religión de la Cristiandad. —porque, ¿no es San Pedro su santo patrón? Por otra parte, el mero protestantismo abriga pocas simpatías para los estudios de esta clase. Y por lo que se refiere a aquella escuela de pensamiento religioso que parece por ahora gozar del mayor grado de favor popular, rompemos enteramente con ella al entrar en la investigación que tenemos ante nosotros. Ninguno de estos grupos acompañará al buscador de la verdad en el curso de su solitario camino.
Pero, en tanto que otras escuelas de pensamiento se mostrarán sencillamente indiferentes a esta investigación, la actitud de aquellos que pretenden ser el partido del progreso y de la ilustración será de abierta hostilidad. Por ello, quizá sea conveniente hacer una pausa a fin de examinar sus pretensiones. Ninguna mente generosa insultaría a propósito la religión de nadie, sea cristiano o judío, mahometano o budista. Pero cuando hombres «religiosos» adoptan el papel de escépticos y de críticos, salen a campo abierto, y pierden todo «derecho a santuario». Toda persona religiosa que se mantiene detrás del lábaro de su credo merece cortesía. Y no es menos digno de cortesía el agnóstico que rechaza la fe en todo lo que cae fuera de la esfera de los sentidos y de la demostración. ¿Pero qué vamos a decir de aquellos que descartan la fe en aspectos sobrenaturales a la vez que pretenden ser los verdaderos exponentes de un sistema que tiene lo sobrenatural como su única base; o que lamentan que se crea en la inspiración de las Escrituras, a la vez que profesan creer y enseñar aquello que, excepto por la inspiración en su sentido más estricto, nadie sino los más crédulos aceptarían?
Estos personajes pretenden una superioridad intelectual, ¡pero sólo es necesario desgarrar la piel de león con que se disfrazan para encontrar exactamente lo que podríamos esperar! Aquí tenemos un dilema del que no hay escapatoria. Si el Nuevo Testamento está divinamente inspirado, aceptamos su enseñanza; creemos que Jesús era el Hijo de Dios, que nació de una virgen, que murió y que resucitó, que ha ascendido a los cielos, y que está ahora sentado como hombre a la diestra de Dios; en resumen, somos cristianos, y la adopción de otra posición significa entonces destronar a la misma razón. En cambio, si el Nuevo Testamento no está inspirado, ningún consenso de meras opiniones o de testimonio humano, por antiguo, venerable o ampliamente difundido que sea, nos justificaría a aceptar cosas tan esencialmente increíbles; en una palabra, somos agnósticos, y la adopción de cualquier otra posición significaría ser personas supersticiosas e insensatas que se creerían cualquier cosa.
El cristiano y el incrédulo no pueden tener ambos la razón, pero los dos tienen derecho a que se les respete, porque ambas posiciones son igual de inexpugnables en el terreno de la lógica. Pero, ¿qué diremos del cristiano incrédulo, o del incrédulo cristianizado? Si es deshonesto, es casi tan malo como para mandarlo a presidio; si es honesto, es casi lo suficientemente débil como para ir a un manicomio. Los débiles merecen nuestra lástima; los malvados nuestro desprecio. Y su pretensión de librepensadores, su afectación de superioridad intelectual, constituyen prueba de que en el caso de la mayoría la alternativa más generosa es la verdadera. El antiguo proverbio judío acerca de colar el mosquito y de tragar el camello describe perfectamente el intento de ellos de combinar el escepticismo más prolijo con la fe más ciega. Estos modernos saduceos hablan «como si la sabiduría hubiera nacido con ellos», cuando, en realidad, al igual que sus prototipos de la antigüedad, son los insensatos defensores de una componenda imposible.
Que no haya malos entendidos: No se trata de llamar a la fe sobre unas bases falsas o inadecuadas. No se trata de explotar el elemento de superstición en la naturaleza humana, no sea que los hombres de la calle, al liberarse de las restricciones de la religión, dejen que la libertad degenere en licencia. Este llamamiento se dirige a personas imparciales, inteligentes y reflexivas. Si poseemos una revelación, y si las doctrinas del cristianismo están acreditadas divinamente como verdaderas, la razón exige nuestra aceptación de las mismas, y la incredulidad deviene un insulto a misma razón. En cambio, si no tenemos revelación, o bien, lo que vendría a ser lo mismo, si el elemento divino en las Escrituras es meramente tradicional, y es preciso separarlo de entre abundantes errores —extrayéndolo como un tesoro de un montón de basura— entonces tenemos que escoger entre abandonar nuestro protestantismo y volver a acogernos a la autoridad de la Iglesia, o bien afrontar la cuestión de manera directa, y aceptar y actuar en base a la sentencia de que «la actitud racional de la mente reflexiva hacia lo sobrenatural es la del escepticismo». Los supersticiosos buscarán refugio en la primera alternativa; los segundos se encomendarán a todos los pensadores libres y audaces. Desde luego, la primera solución no es sólo intelectualmente lamentable, sino que es lógicamente absurda. Se nos pide que creamos en las Escrituras porque la Iglesia las acredita. La Biblia no sería infalible, pero la Iglesia sí lo es, y sobre la autoridad de la Iglesia nuestra fe encontrará un fundamento seguro.[4] Pero, ¿cómo sabemos que podemos confiar en la Iglesia? La inmediata respuesta es: «Lo sabemos sobre la autoridad de la Biblia». Es decir, ¡que confiamos en la Biblia por la autoridad de la Iglesia, y que confiamos en la Iglesia por la autoridad de la Biblia! Este es un caso claro de lo que podemos llamar estafa.
Pero se podrá replicar: «¿Acaso no debemos la Biblia a la Iglesia?».[5] Considerada como un libro, naturalmente que lo debemos en cierto sentido a la Iglesia, de la misma manera que se lo debemos al impresor. Pero, en un sentido que nos afecta más poderosamente, en Inglaterra se la debemos a nobles hombres que la rescataron para nosotros en abierto desafío a la Iglesia. Que los protestantes de Inglaterra no olviden a William Tyndale. La obra de su vida fue la de poner la Biblia al alcance incluso del más humilde campesino. Y no por otro delito que éste, la Iglesia le persiguió hasta la muerte, no descansando hasta que le estrangularon en la estaca y lanzaron su cuerpo a las llamas. [En España, históricamente, debemos la Biblia a Casiodoro de Reyna, que, con otros monjes de San Isidoro del Campo, cerca de Sevilla, tuvo que huir para salvarse de la Inquisición, y que desde el exilio publicó su magna Biblia de 1569 en Basilea. —N. del T.]
Pero la Biblia es algo más que un libro: es una revelación; y así considerada está por encima de la Iglesia. No juzgamos a la Biblia por la Iglesia; juzgamos a la Iglesia por la Biblia.[6] Esta es nuestra protección contra la ignorancia y la tiranía del clericalismo. Pero en nuestra época, aquellos que censuran con más fuerza la tiranía del sacerdote son precisamente los que defienden más intensamente la tiranía del profesor y del experto. Cierto, el titular de una cátedra de universidad no puede dejar de ser eminente en la rama de conocimiento en la que destaca, y su valor como especialista será incuestionable. Pero puede estar tan vacío de espiritualidad, y por ello tan deficiente en su criterio y sentido común, que su opinión puede ser de menos valor que la de un campesino inteligente o la de un colegial cristiano. El conjunto de la Biblia —nos dirá el profesor—, es totalmente indigno de confianza, pero algunos de sus misterios más increíbles son verdades divinamente reveladas. Pero, ¿qué derecho tiene a que se le escuche acerca de esta cuestión? El engarce de la baratija no tiene ningún valor, y la mayor parte de sus aparentes gemas son falsas, pero aquí y allí nos indica un brillante o una perla. Pero el conocimiento más profundo de las matemáticas o de los dialectos orientales no habilita a nadie para ser juez de perlas o de diamantes. Y aún menos para reconocer verdades espirituales.[7]
Si la Biblia ha sido realmente desacreditada por la moderna investigación, tengamos la honradez de reconocer el hecho y la hombría de encarar sus consecuencias. Pero si la Biblia no ha sido desacreditada, si los resultados de la investigación moderna han estado totalmente a su favor,[8] entonces mostrémonos más osados en nuestra defensa de la fe. Y que la fe y la incredulidad se midan otra vez las distancias.

La Biblia fue escrita para corazones honestos. Además, se dirige a hombres espirituales. ¿Y cuál es la prueba práctica de la espiritualidad? «Si alguno se cree profeta, o espiritual, reconozca que lo que os escribo son mandamientos del Señor.»[9] Estas palabras se corresponden no con la insolencia de un sacerdote, sino con la autoridad de un apóstol inspirado. Así, es como creyentes, y en el espíritu de la fe, que pasamos a escudriñar las Epístolas.

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[1]  Hechos 24:5,14. «Según el Camino que ellos llaman herejía (secta), así sirvo al Dios de mis padres» (ver también 28:22), y sigue apelando a la ley y a los profetas. «El Camino» pasó a convertirse en la designación común de las enseñanzas de ellos (ver, p. ej., Hch. 19:9,23; 22:4; 24:14,22). Y hablando ante un juez pagano, utiliza a propósito no la expresión judaica, ὁ θεὸς τῶν πατέρων ἡμῶν, sino el término familiar para un pagano, ὁ πατρῴσς θεός, el Dios ancestral o tutelar.
[2] Romanos 11:15
[3] Ver apéndices, nota 4.
[4] Esta es la posición asumida por «Lux Mundi». Ver especialmente pp. 340-341.
[5] Naturalmente, el Antiguo Testamento se lo debemos enteramente a los judíos.
[6] La Iglesia de Inglaterra enseña inequívocamente que no hay ni salvación ni infalibilidad en la Iglesia, y que la autoridad de la Iglesia en asuntos de fe queda controlada y limitada por las Sagradas Escrituras (ver Artículos XVIII-XXI). Y esto es protestantismo; no un rechazo de la autoridad en la esfera espiritual, sino un rechazo de la esclavitud a la mera autoridad humana que reclama falsamente ser divina. Nos libera de la autoridad de «la Iglesia», a fin de que podamos ser libres para inclinarnos a la autoridad de Dios. «La Iglesia» pretende mediar entre Dios y el hombre. Pero el cristianismo enseña que todas las pretensiones de esta clase son a la vez falsas y blasfemas, y señala a nuestro Divino Señor como el único Mediador. El protestantismo no es nuestra religión, sino que nos deja con una conciencia en libertad y una Biblia abierta, cara a cara con Dios. No es un ancla para la fe, sino que es como el rompeolas que permite que nuestro anclaje se efectúe con seguridad. Nos protege de aquellas influencias que hacen imposible el cristianismo.
[7] Estos hombres declaran que a ellos nuestra fe en las Sagradas Escrituras les parece una locura. Pero las Sagradas Escrituras nos advierten así: «El hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura» (1 Corintios 2:14).
[8] La tarea de registrar los puntos acerca de los que la Biblia fue atacada en el pasado, señalando aquellos en los que la investigación moderna ha vindicado a la Biblia, es una tarea que espera una pluma competente. Y cuando tal libro haya sido escrito, asombrará tanto a amigos como a enemigos.
[9] 1 Corintios 14:37


Historia:
Fecha de primera publicación en inglés: 1897
Traducción del inglés: Santiago Escuain
Primera traducción publicada por Editorial Portavoz en castellano en 1983
OCR 2010 por Andreu Escuain
Nueva traducción © 2010 cotejando la antigua traducción y con constante referencia al original inglés, Santiago Escuain
Quedan reservados todos los derechos. Se permite su difusión para usos no comerciales condicionado a que se mantenga la integridad de la obra, sin cambios ni enmiendas de ninguna clase.

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