lunes, 27 de diciembre de 2010

Capítulo 3. ¿Han cesado los milagros?

Capítulo 3. ¿Han cesado los milagros?

En la antigüedad los hombres adoraban falsos dioses, como lo siguen haciendo en la actua­lidad en el paganismo. El ateísmo es un efecto del rechazo del cristianismo. Pero no se debe confundir la incredulidad de personas sinceras dispuestas a creer con el ateísmo apasionado y acerbo de los apóstatas.
Tampoco valdrá apelar a los milagros con los cua­les el cristianismo fue acreditado al principio como prueba todavía viva de su veracidad. Esto no responde a la cuestión que aquí tenemos planteada, que no trata de la veracidad del cristianismo, sino del fenómeno de un cielo callado. Que en presencia de un océano insondable de sufrimiento humano en el gran mundo que nos rodea, y que a pesar del clamor articu­lado tan constantemente por los labios de Su pueblo fiel, Dios se mantenga en un silencio absoluto y aplastante: este es un misterio que el cristianismo parece solamente hacer más inescrutable.
No obstante, aquí estamos dando por supuesto qué los milagros son posibles, y por ello incurriremos en el menosprecio de personas de superiores luces. Pero podemos soportar su desdén. Y no nos inducirán a la insensatez de desviarnos de nuestro tema para llevarnos a entrar en la gran controversia acerca de los milagros, salvo hasta allí donde el tema que estamos tratando lo haga imprescindible. La incredulidad manifiesta no ha conseguido avanzar más allá de los argumentos de Hume. Lo cierto es que los fenomenales triunfos de la ciencia moderna solamente han servido para debilitar la posición de los incrédulos, porque han desacreditado la teoría de que nuevos descubrimientos acerca de la natura­leza pudieran dar explicación de los milagros de la Biblia. El único rasgo distintivo de la incredulidad de nues­tra época es que se ha revestido con la vestimenta y el len­guaje de la religión. Entre sus propagadores encontramos «doctores de teología» y profesores de universida­des y facultades cristianas. Y como los discípulos y admiradores de estos hombres demandan que se les reconozca una inteligencia superior y una especial virtud de su percepción mental, puede que no sea inoportuno realizar un examen atento de tales pretensiones. Pero sería cosa demasiado problemática realizar una vivisección, y las meras afirmacio­nes abstractas tienen poco peso. Entonces, ¿cómo vamos a proceder? Un profesor de Oxford de la pasada generación servirá más bien para una autopsia. Examinemos el tratado acerca de «Las Pruebas del Cristianismo» en los infames Essays and Reviews (Ensayos y Reseñas). La tesis de dicho ensayo puede enunciarse en una sola frase: Que el dominio de la ley natural es absoluto y universal. De ello sigue naturalmente que: (1) los milagros son imposibles, y (2) que las Sagradas Escrituras son totalmente indignas de confianza. Por ello, la inspiración queda fuera de toda con­sideración, excepto en el sentido de toda bondad y genio son inspirados.
Pudiera parecer algo flojo concentrarse ahora en los Essays and Reviews, pero durante los últimos cua­renta años no se ha observado cambio alguno en el racionalismo alemán que llamó la atención del inglés medio con aquel libro que fue el inicio de una nueva era. Estos puntos de vista se están enseñando en muchas de nuestras escuelas de teología. Los futuros ocupantes de los pulpitos cristianos están recibiendo la enseñanza de que se tiene que rechazar lo mila­groso en las Escrituras, y que se tiene que leer la Biblia como cualquier otro libro.
Lo que de momento nos interesa tratar no es si esta enseñanza es verdadera; supongamos de momento que lo es. Tampoco vamos a cuestionar si los maestros son sinceros; supongamos su integridad. Pero, ¿qué se puede decir de su inteligencia? Cualquier hijo de vecino puede trabajar sobre los esfuerzos de otros. El más mediocre de los hom­bres puede comprender y adoptar los principios de los racionalistas. Donde se manifiesta la capacidad mental es en la capacidad de revisar ideas preconcebidas a la luz de los nuevos principios. Apliquemos esta prueba a los racionalistas cristianos. La encarnación, la resu­rrección, la ascensión de Cristo: estos son, de forma incomparable, los mayores de todos los milagros. Si los aceptamos, la credibilidad de los demás mila­gros se reduce enteramente en una cuestión de prueba. Si los rechazamos, todo el sistema cristia­no se desmorona como un castillo de naipes. Por decirlo con otras palabras: Cuando el cristianismo queda expuesto a la clara luz y al aire del «pensamiento moderno», aquello que parecía ser un cuerpo vivo se con­vierte en polvo. Y a pesar de todo, estos hombres profesan una fe inalterable en el cristianismo. Pero, aunque su fe hable bien de sus corazones, esto demuestra la flojedad de sus cabezas. Estos que creen en la divinidad de Cristo a la vez que rechazan la inspiración y los milagros pueden pretender que son personas de superiores luces, pero de hecho son seres crédulos que se creerían cualquier cosa. Esta clase de fe es la más simple superstición. Aquí se podría apelar a innumerables testigos entre los eruditos y pensadores de nuestra época que, enfrentados con este dilema, se han visto obligados a escoger «entre una fe más profunda y una incredulidad más audaz».
Si Cristo era realmente Dios, ninguna persona de inteligencia ordinaria pondría en tela de juicio que Él fuera capaz de abrir los ojos de los ciegos, los oídos de los sordos, los labios de los mudos. Si tenía poder de perdonar pecados, es asunto menor creer que tenía el poder de curar enferme­dades. Si podía dar vida eterna no hay por qué asom­brarse de que pudiera restaurar la vida natural. Y si El está ahora en el trono de Dios, y le pertenece toda potestad en los cielos y en la tierra, toda persona de sentido común echará a un lado todos los sofismas y los bizantinismos sobre causación y leyes natu­rales, y reconocerá que nuestro Divino Señor podría hacer por los hombres de hoy todo lo que hizo por ellos en los días de Su ministerio sobre la tierra.
¿Pero cómo es que no lo hace? Yo sé que si en los días de Su humillación este pobre niño paralí­tico hubiera sido llevado ante Su presencia, Él lo habría sanado. Y tengo la certeza de que Su poder es mayor ahora que cuando peregrinaba sobre la tierra, y de que está todavía tan cerca de nosotros como lo estaba entonces. Pero cuando le aplicó la prueba práctica a esto, hay algo que falla. Por la razón que sea, no parece verdad. Este pobre niño paralítico tiene que permanecer así. No me atreveré a decir que Él no pueda curar a mi hijo, pero está claro que no va a hacerlo. ¿Y por qué no? ¿Cómo podemos explicar este misterio? La realidad lisa y llana es que para todos los que creen la Biblia la gran dificultad con res­pecto a los milagros no es que sucedan, sino que no se dan.
En su libro Foundations of Belief (Fundamentos de la Fe), A. J. Balfour reproduce la sugerencia de que si se repitieran las circunstancias especiales en que se realizó un milagro, el milagro también se repetiría. Pero incluso si se pudiese determinar la veracidad de esta propuesta, no tendría relevancia alguna para el problema que nos ocupa. Los milagros, asegura el señor Balfour, son «maravillas debidas a la acción especial del poder divino». Entonces, como no tenemos que ver con ni una mera máquina ni con un monstruo, sino con un Dios personal que es infinito en sabi­duría, poder y amor, ¿por qué en este mundo que —según el filósofo— clama en voz alta pidiendo esta «acción especial», la buscamos en vano?
En sus Studies Subsidiary to the Works of Bishop Butler (Estudios Complementarios a las Obras del Obispo Butler), W. E. Gladstone habla en el mismo sentido, pero de forma aún más concluyente. En su análisis del aserto de Hume, de que los milagros son imposibles porque implican una violación de la ley natural, dice él: «Ahora bien, a no ser que conozca­mos todas las leyes de la naturaleza, la afirmación de Hume no tiene valor alguno; porque el pretendido milagro puede producirse bajo alguna ley que toda­vía no nos es conocida». Pero lo cierto es que esta admisión es fatal. El valor probatorio de los milagros, en contra de los cual Hume está argumentando, depende de la suposición de que son debidos, como dice el señor Balfour, a «la acción especial del poder divino», y que, si no fuera por tal acción no hubieran tenido lugar. Es decir: es esencial que el acto o suceso descrito como milagroso deba ser sobrenatural. Por tanto, si el «pretendido» milagro pudiese quedar enmarcado dentro de la esfera de lo natural, quedaría por ello descartado como verdadero milagro. En otras palabras, no sería en absoluto un milagro.
Si un milagro fuese verdaderamente una violación de las leyes de la naturaleza, no pocos de nosotros que creemos en los milagros renunciaríamos a nuestra fe. Porque entonces la palabra «imposible» resultaría transferida a la esfera en la que se predica correc­tamente sobre hechos atribuibles al Omnipotente. «Es», declaramos, «imposible que Dios mienta»: igualmente le es imposible violar Sus propias leyes; El «no puede negarse a Sí mismo». Pero este dicho tan cacareado debe su aparente fuerza solamente a la confusión de lo que está por encima de la natu­raleza con lo que va contra la naturaleza. Más allá de esto, no es más que un disfraz para la ignorancia.
Observemos una piedra en medio del camino. Obe­diente a unas leyes inmutables, yace allí, inerte, y tiende a hundirse en la tierra. Si se levantase de la tierra y volara hacia el cielo se trataría, se dice, de un mila­gro. Pero esto se sabe que es absolutamente impo­sible. ¿Imposible? Un rudo mocetón llega allí, la toma y la lanza en el aire. ¡Este pícaro trotamundos acaba así de conseguir lo que se había declarado imposible! «Pero», se exclamará, «está frivolizando el asunto: ¡hemos visto al joven que la lanzaba!» Entonces, ¿son nuestros sentidos los que imponen los límites a lo que es posible? ¡Esto es un materialismo descarado! Supongamos que aquel mismo joven fuera a caer por un precipicio, y que alguien lo sujetara y lo volviera a subir a un sitio segu­ro: ¿Sería esto una violación de la ley de la grave­dad? ¿Por qué, entonces, lo sería si el rescate lo efectuara una mano invisible? Desde luego que se trataría de un milagro, pero no de «una violación de las leyes de la naturaleza». Como dice el Deán Mansel, un milagro es solamente «la introducción de un nuevo agente, que posee nuevos poderes, y por ello no está incluido en las reglas generalizadas en base de una experiencia previa».
Pero alguna persona irreflexiva podrá todavía objetar que la materia solamente puede ser puesta en movimiento por la materia, y que por ello es absurdo hablar de una piedra levantada por una mano invisible. ¿De verdad? ¿Nos dirá el contradictor cómo pone él en movimiento su propio cuerpo? El poder de algo que no es materia sobre la materia es uno de los hechos más comunes de la vida. El apóstol Pedro anduvo sobre el mar. «¡Absurdo!», exclama el incrédulo, meneando la cabeza. «¡Esto sería una violación de las leyes naturales!» ¡Y, a pesar de ello, el fenómeno puede haber sido tan sen­cillo como el producido al menear la cabeza! Además, es posible que las leyes bajo las que se hicieron los milagros puedan aun recibir explicación.[1] No dejarían de ser milagros por el hecho de que se conocieran estas leyes; porque la prue­ba de un milagro no es que tenga que ser inexpli­cable, sino que su ejecución esté más allá del poder humano. Que el poder en acción sea divino o no es asunto de prueba, o de inferencia; pero una vez se ha determinado la presencia del poder divino, el milagro, considerado como un hecho, recibe explicación.
Si un cirujano restaura la vista a un ciego, o si un médico rescata a un paciente enfebrecido y a punto de morir, el hecho no despierta otra emoción en nosotros que nuestra gratitud. Pero cuando se nos dice que tales curaciones han sido realizadas por el poder divino sin ayuda de la medicina ni del bisturí, se nos exige que rehusemos incluso examinar las pruebas. El hecho llano es que muchos no creen en el «poder divino» ni en la «mano invisible». Disfrácese como se quiera, este es el verdadero pun­to de la controversia. En el caso de cada ser humano, la «acción especial» constituye un deber si con la misma puede aliviar el sufrimiento o impedir una calamidad; ¡pero, en el caso del Ser Divino no debe ni esperarse ni, desde luego tolerarse! ¡Se acepta como un axioma que el Dios Omnipotente tiene que ser un cero a la izquierda en Su propio mundo!
El incrédulo dogmático rechaza el cristianismo basado en que la única prueba de su veracidad son los milagros por los que fue acreditado al prin­cipio, y de que los milagros son imposibles: proposicio­nes ambas insostenibles. Por otra parte, el incrédulo ordinario, aplicando su inteligencia práctica y su sentido común a esta cuestión, rechaza el cristianismo por­que, según argumenta él, si el Dios de los cristianos no fuese un mito no permanecería pasivo en presencia de todo el sufrimiento y de todas las injusticias que prevalecen en el mundo. Es decir, descartando el argumento del incrédulo dogmático de que los milagros son imposibles, este último mantiene que, si en rea­lidad existiera un Ser Supremo de infinita bondad y poder, los milagros abundarían. Y la inmensa ma­yoría de incrédulos pertenecen a esta última cate­goría. Pero, aunque los filósofos son escasos, y sus sofismas no han llegado a convencer a las mentes del común de la gente, casi han monopolizado por completo la atención de los apologistas cristianos. Además. el común de la gente, a diferencia de los filósofos, suelen ser a la vez razonables y sinceros, y dispuestos a considerar toda explicación razonable a sus difi­cultades. Pero por lo general la respuesta que se les ofrece es o bien irrelevante o bien inadecuada. Por ejemplo, el señor Gladstone se apoya en el razonamiento de que «si la experiencia de los milagros fuese universal, dejarían de ser milagros». Pero, ¿qué posible base hay para esto? Sin duda dejarían de suscitar pasmo; pero este no es el criterio de lo milagroso. Al principio del ministerio de nuestro Señor, y antes que la antipatía de los guías religiosos de los judíos adquiriese entidad en conspiraciones para destruirle, Sus mila­gros de curaciones eran tan numerosos y tan abundantes para todo el mundo, que tuvieron que llegar a ser considerados con naturalidad. «Y recorrió», leemos, «Jesús toda Galilea ... sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo. Y se difundió su fama por toda Siria, y le trajeron todos los que tenían dolencias, los afligidos por diversas enfermedades y tormentos, los endemoniados, lunáticos y paralíticos; y los sanó».[2] En presencia de una exhibición tan ilimitada de poder milagroso, pronto debió desvanecerse toda sensación de maravilla. Sin embargo, cada nueva curación era un nuevo milagro, y como tal se hubiera reconocido.
Y lo mismo sucedería en nuestros días, por ejem­plo, si cada vez que un hombre malvado cometiese un atropello contra su prójimo, interviniera el poder divino para destruir al ofensor y proteger a su víctima. El suceso dejaría de provocar la más mínima sorpresa; pero no por ello dejarían todos de advertir la mano de Dios, y reconocer Su justicia y bon­dad. Y no quedarían incrédulos, ¡excepción hecha, naturalmente, de los filósofos!
Por ello, la dificultad permanece sin resolver aún. Su verdadera explicación se considerara en lo que sigue más adelante; pero en esta etapa su discusión es una mera digresión. Por lo que se refiere al argumento presente, esta cuestión se puede resumir con palabras que tomo prestadas: «Los milagros de las Escrituras se mantienen sobre unas sólidas bases que ningún razonamiento puede tras­tornar. La posibilidad de los mismos no puede negarse sin negar la misma naturaleza de Dios como Ser Topoderoso; la probabilidad de los mismos no se puede poner en tela de juicio sin dudar, asimismo, de Sus perfecciones morales; y la certidumbre acerca de los mismos como hechos reales solamente pue­de ser invalidada con la destrucción de los mismos fundamentos de todo el testimonio humano».[3]




[1] Es posible que sea esto lo que el señor Gladstone quiera decir en su afirmación que se critica en la página 37***. Pero, si es así, no acabo de comprender ni su manera de hablar ni su argumento. Parece sugerir que los «pretendidos» milagros puedan aún llegar a sernos explicados de igual modo en que el predicho eclipse de luna que aterrorizó a los indígenas de las Islas de los Mares del Sur les podría ser explicado a ellos. En cuanto a lo que quiero decir, una ilustración lo clarificará: Que caiga fuego del cielo y que prenda en un montón de leña es un fenómeno usual. Pudiera tener lugar durante una tormenta eléctrica. Pero que yo prepare un montón de leña en cierto lugar, y que a mi mandato caiga un rayo sobre él y lo consuma, esto es un milagro; y el elemento milagroso aquí es el hecho de que he puesto en movimiento un poder que se halla por encima de la naturaleza, y que es competente para controlarla.
[2] Mateo 4:23-24
[3] «Conferencias Boyle» del obispo Van Mildert, sermón 21. De la veracidad de estas últimas palabras, el famoso tratado de Hume da la prueba más notable. Hume pone en tela de juicio la prueba de los milagros cristianos; pero cuando pasa a hablar de ciertos milagros que se pretende que ocurrieron en Francia sobre la tumba del abad París, el famoso jansenista, admite que la prueba que los respaldaba era clara, completa e intachable. ¡Y luego, a pesar de ello, la rechaza, y ello solamente por «la absoluta imposibilidad, o naturaleza milagrosa de los sucesos»! Es preciso considerar tales pruebas con precaución: pero aceptar la prueba y, rechazar sin embargo los hechos así probados constituye verdaderamente «la destrucción de los mismos fundamentos de todo el testimonio humano».

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Historia:
Fecha de primera publicación en inglés: 1897
Traducción del inglés: Santiago Escuain
Primera traducción publicada por Editorial Portavoz en castellano en 1983
OCR 2010 por Andreu Escuain
Nueva traducción © 2010 cotejando la antigua traducción y con constante referencia al original inglés, Santiago Escuain
Quedan reservados todos los derechos. Se permite su difusión para usos no comerciales condicionado a que se mantenga la integridad de la obra, sin cambios ni enmiendas de ninguna clase.

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