jueves, 30 de diciembre de 2010

Capítulo 12. La Gracia y el Juicio

Capítulo 12. La Gracia y el Juicio

Todos hemos oído hablar de la pequeñita que, habiendo oído a su padre quejarse de que su reloj necesitaba una limpieza, ¡lo tomó a escondidas para lavarlo con jabón! Esta anécdota es tan solamente un ejemplo, grotescamente exagerado, de lo que todos nosotros padecemos: de un celo ignorante, de un deseo de complacer ausente de inteligencia. Nadie sino un bruto descargaría sus iras sobre su pequeñuela cuando, con los ojos brillantes y con las mejillas encendidas por el sentimiento de haber llevado a cabo un servicio amable y útil, le trajera su reloj arruinado. Pero si esto lo hiciera alguien que debiera haber tenido mejor conocimiento, este comedimiento estaría fuera de lugar. Con esto todos estarán de acuerdo; pero nadie parece tener en cuenta las mismas consideraciones en nuestras relaciones con la Deidad.
«El fin principal del hombre es el de glorificarse y gozar de sí mismo para siempre.» Así es como sé entiende en la actualidad la primera gran tesis del catecismo de los teólogos de Westminster.[1] Y para llegar a este fin el hombre precisa de una religión y de un dios, del mismo modo que un príncipe precisa de un capellán privado. Pero un capellán debiera conocer su puesto, y no mezclarse en situaciones en las que su presencia pudiera resultar embarazosa. Y lo mismo ocurre con Dios. Resulta intolerable que Él pretenda decidir de qué única manera podemos agradarle. Viviendo de forma moral y religiosa «damos a Dios lo que es de Dios». Y no debemos olvidar lo que nos debemos a nosotros mismos. Pero «el fin principal del hombre es el de glorificar a Dios». Esto es en realidad lo que escribieron los teólogos de Westminster; ¡pero esto fue hace mucho tiempo, y los teólogos de Westminster en realidad eran unos ignorantes, y no sabían nada del «Evangelio de la humanidad»! En una palabra, Dios demanda nuestro homenaje, y nosotros le ofrecemos nuestro padrinazgo. El demanda la total entrega de nuestra vida, y nosotros le ofrecemos religión y moralidad. Pero Dios no quiere nuestro padrinazgo; ni tampoco quiere nuestra moralidad ni nuestra religión. «¡Escandaloso!», exclamará el lector, disponiéndose a tirar el libro a la papelera. «¿Acaso carece de importancia que seamos morales y religiosos o que no lo seamos?» No carece en absoluto de importancia en lo que a nosotros respecta; ni tampoco carece de importancia en lo que se refiere a nuestra vida en la tierra, por no decir nada del juicio venidero. Pero sí que es totalmente carente de importancia para Dios. El hombre que se pasea ufano, hinchado por la soberbia que nace de los evangelios humanistas, es como el judío que suponía que le estaba haciendo un bien al Altísimo cuando amontonaba el «sebo de animales gordos»[2] sobre Su altar —el altar del «Dios que ha hecho el mundo y todas las cosas que hay en él».
Por extraño que parezca, Dios sí tiene un propósito y una voluntad; y Él llega a ser tan irrazonable como para demandar el reconocimiento de este propósito y la obediencia a esta voluntad. Pero estos son cuestiones de revelación y, por ello de nuevo se separan aquí los caminos. La religión humana en cada una de sus fases es de interés para los hombres, y los libros acerca de la misma se leerán, conocerán y comentarán. Pero el cristianismo es una revelación divina y por lo tanto, para utilizar una expresión popular, es objeto de «boicoteo». Pero es en las grandes verdades del cristianismo, tan poco conocidas hoy, que se encontrará la única verdadera filosofía, la única solución real a los más profundos de la vida, que tanto nos desconciertan y duelen.
Los juicios de Dios son justos. Y los principios que los rigen están claramente expuestos: El «pagará a cada uno conforme a sus obras: vida eterna a los que perseverando en bien hacer, buscan gloria y honra e inmortalidad».[3] ¿Quién podrá cuestionar la equidad de esto? Se cuenta la historia del obispo Wilberforce que, cuando un mozo del ferrocarril en Hampshire, un tosco teólogo de fama local, intentó plantearle esta cuestión: «¿Cuál es el camino al cielo?» «¿El camino al cielo? —respondió el obispo mientras el tren en que estaba iba saliendo de la estación—: ¡Vuélvase a lo recto, y sígalo todo derecho!» Pero, ¿qué es lo recto? Esta es la cuestión vital. Y esto es lo que cada uno pretende resolver por sí mismo. Lo que sea que la razón y la conciencia declaran como recto es lo recto: esta es la máxima casi universalmente aceptada. Y a falta de una revelación, esto sería, dentro de ciertos límites, prácticamente cierto. Pero cuando el Supremo da a conocer Su voluntad, la obediencia a esta voluntad deviene la prueba del bien hacer.
En la administración mosaica, la religión y la moralidad tenían preeminencia. Y en la religión de la Cristiandad que, en cierto aspecto, es tan sólo una forma corrompida de judaísmo disfrazado con una fraseología cristiana, la religión y la moralidad lo son todo. Pero la era de la religión y de la moralidad ha pasado. Fueron como guías que se siguieron en la oscuridad hasta que se llegó a la meta a la que conducían. La administración mosaica fue un estado de tutela que acabó con la venida de Cristo. Establecer ahora la moralidad y la religión es situarnos en el terreno objeto de la denuncia de las palabras que siguen al pasaje ya citado: «pero ira y enojo a los que son contenciosos y no obedecen a la verdad». De ahí la respuesta del Señor a la pregunta: «¿Qué debemos hacer para poner en práctica las obras de Dios?». «Esta», replicó Él, «es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado».[4] «Entonces uno puede ser tan inmoral como quiera, siempre y cuando “crea”, según decís vosotros.» Esta es la respuesta del contencioso. Esta fue la crítica de los que oyeron Sus palabras. La razón les decía que aquello era un error; y aferrándose a la moralidad y a la religión, en lugar de creer en el «Enviado», lo crucificaron.
Levantar un altar «al Dios no conocido» es el logro más elevado posible para la religión natural. Pero, como dijo San Pablo en Atenas,[5] incluso la luz de la naturaleza debiera enseñar a los hombres que Dios no quiere nuestro servicio ni nuestro patrocinio «como si necesitase de algo». Él deseaba que los hombres le buscaran, aunque tuvieran que buscarle a tientas en su ceguera y en tinieblas, «si en alguna manera, palpando, puedan hallarle». Y Él podía darles bendición a pesar de su ignorancia, porque «es galardonador de los que le buscan». Si ellos tan solamente se volvieran «a lo recto, y lo siguieran todo derecho» Él podía, como declaró San Pablo, pasar por alto su ignorancia. «Pero ahora», continúa diciendo: «manda a todos los hombres en todo lugar que se arrepientan». Y el cambio depende de esto, que Dios se ha revelado a Sí mismo en Cristo, y que por ello mismo la ignorancia de Su voluntad es un pecado que consigna a los hombres al juicio. Ha amanecido una nueva era sobre el mundo. «El Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros.» La oscuridad ha pasado, la verdadera luz resplandece. Volverse de nuevo a la conciencia o a la ley —a la religión o a la moralidad— es actuar como personas que, cuando el sol se halla en su cenit, mantienen los postigos cerrados y las cortinas corridas. El principio sobre el que Dios actúa ahora con los hombres es el mismo, pero la medida de la responsabilidad del hombre resulta radicalmente cambiada. Esta fue la gran verdad tan claramente afirmada por nuestro divino Señor en Sus palabras a Nicodemo. Esta es la condenación, le declaró El, no que las obras del hombre fuesen malas —aunque por ellas habrá ira en el día de la ira— sino que, debido a que sus obras eran malas, se habían atraído una condenación aún más horrenda: la luz había venido al mundo; pero se apartaron de ella y amaron las tinieblas.
Los hombres no pueden ni quieren creer que la gran controversia entre ellos y Dios es enteramente sobre Cristo. En realidad, para la mayor parte de las personas esta afirmación en sí parece saber a misticismo. La muerte de Cristo es uno de los lugares comunes de la filosofía, tanto como de la teología, de la Cristiandad. Los hombres se jactan de ella como si constituyese el más grande tributo a la dignidad del hombre. Pero la valoración que Dios hace de ella es radicalmente diferente. «¡El Hijo de Dios ha muerto en manos de los hombres! Este hecho pasmoso constituye el centro moral de todas las cosas. Una eternidad pasada no conocía otro futuro; una eternidad venidera no conocerá otro pasado. Aquella muerte fue la crisis del mundo. A lo largo de los siglos, a pesar de las injurias contra la conciencia, del desprecio a las promesas, del apagado de la luz de la naturaleza, del quebrantamiento de la ley, del menosprecio a las promesas y de profetas exilados y muertos, el mundo había tenido que ver con Dios. Pero ahora se había dado un tremendo cambio. Finalmente y de manera definitiva, el mundo había tomado partido. En medio se levantaba aquella cruz en su solitaria majestad: Dios a un lado con el rostro vuelto, rechazado; al otro lado Satanás, exultante en su triunfo. Y el mundo se puso de parte de Satanás».[6]
Y en presencia de aquella cruz, Dios llama a cada uno a quien le llega el anuncio para que se declaren de uno u otro lado. Pero los hombres se esfuerzan por rehuir la cuestión. Naturalmente, muchos la dejan de lado completamente en el curso de una vida egoísta o lanzada al vicio; pero no son pocos los que intentan llegar a un compromiso volviéndose a la religión. Pero, en lo que toca a esta cuestión suprema, el resultado es el mismo para todos. Cual vaya a ser el fin de aquellos que nunca han oído hablar de Cristo, no lo sabemos [Sin embargo, véase Romanos 2:12 y la nota al pie que corresponde aquí —N. del T.].[7] Pero en las Escrituras no hay reserva ni misterio con respecto a cuál será la porción de aquellos que «obedecen el Evangelio» y de aquellos que lo rechazan. De esta elección depende el destino eterno de cada uno. De ahí la virulencia con que es atacada la Biblia; porque si Cristo está más allá de nuestro alcance, nuestra responsabilidad se acaba. Desde luego, los hay que afectan una devoción personal hacia Él, a la vez que menosprecian o minusvaloran las Escrituras. Pero cualquier persona reflexiva reconocerá que es solamente por medio del testimonio que podemos llegar a la persona y que es solamente por medio de la Palabra escrita que podemos llegar a la Palabra Viva. De ahí Su declaración: «El que me rechaza, y no recibe mis palabras, tiene quien le juzgue; la palabra que he hablado, ella le juzgará en el día postrero».[8]
Así, las consecuencias de aceptar o de rechazar a Cristo son eternas. No hay ninguna otra cuestión que quede abierta. ¡La moralidad! En la moralidad, como en la física, lo mayor incluye a lo menor, y el Evangelio enseña una mayor moralidad que la conciencia y la ley combinadas. Pero, en esta dispensación cristiana Dios no está imputando sus pecados a los hombres. De otro modo el silencio del Cielo dejaría paso a los truenos de Sus juicios. Cada cuestión relativa a juicio fue o bien solucionada para siempre en la Cruz, o bien postergada hasta el día aun venidero: Dios sabe «reservar a los injustos para ser castigados en el día del juicio»,[9] y el día del juicio todavía no ha llegado.
Debió parecer un día memorable para la comunidad del pueblo de Nazaret, cuando el gran Rabí que se había criado entre ellos hasta ser adulto volvió a aparecer en la sinagoga de ellos, y se levantó para leer la lección sabática del libro de los Profetas.[10] Abriendo el rollo que le dieron, halló el pasaje que empezaba: «El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor». Y cerrando abruptamente el libro, se lo dio al ministro y se sentó. Se había levantado para leer el pasaje correspondiente a aquel día, y se detuvo en medio de la frase introductoria. ¡No es sorprendente que todos los ojos estuvieran clavados en Él! «Hoy», dijo rompiendo el silencio, «se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros».
«Y el día de venganza del Dios nuestro» eran las palabras que seguían sin interrupción en la página abierta ante Él; pero dejó estas palabras sin leer. «El año agradable del Señor» fue proclamado por Él allí y entonces, y todavía sigue su curso, pero el gran día del juicio se encuentra todavía en el futuro.
No se trata de que se haya suspendido el juicio moral del mundo. Aquí y ahora los hombres todavía siegan lo que siembran. La justicia prospera y la iniquidad conlleva su propio castigo. Desde luego que no siempre, ni de forma manifiesta; pero sí en general, y con la suficiente claridad como para poner en evidencia que esta es la norma —el curso general de las cosas. Y además, en la economía divina se da provisión para el gobierno humano; y la espada se encomienda a los hombres para que los gobernantes puedan ser el terror de los malvados y protectores de los buenos. En caso contrario, la sociedad sería imposible. Pero, en tanto que a los hombres se les ha dado esta autoridad para castigar delitos contra las leyes humanas, el juicio del pecado queda totalmente en manos de Dios.
Y aquí recordamos otra declaración de nuestro divino Señor. «Porque el Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo.» La frase ritual: «Creemos que Tú vendrás para ser nuestro juez», está en los labios de muchos miles que, en sus corazones, se imaginan que Él mediará en el juicio entre ellos y un Dios ofendido. Pero es al mismo Crucificado a quien, en virtud de la Cruz, se le ha asignado la prerrogativa divina de juicio. Y Él, el único Juez del pecador, es ahora el Salvador del pecador. Habiendo cumplido la purificación de nuestros pecados, «se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas».[1] La actitud oficial de Cristo, si se puede utilizar una frase así, es de reposo. La obra de redención está consumada. Se ha proclamado la gran amnistía. El cielo está abierto de par en par a los perdidos de la tierra. La vida eterna ha sido puesta al alcance de los más impotentes y peores de los hombres. Dios no está imputando los pecados, sino anunciando la paz. Y el único Ser en el Universo que tiene el poder para castigar el pecado está ahora sentado en el trono de Dios como Salvador, y Su presencia allí ha transformado aquel trono en un trono de gracia. La gracia reina por la justicia para vida eterna; porque «la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro».11 «¡Qué cosa tan escandalosa, esta idea de suponer que unas personas que han vivido unas vidas coherentemente religiosas deban ser excluidas del cielo, mientras que los indignos y los corrompidos pueden obtener perdón y aceptación simplemente por creer en Cristo!» Esta será la crítica que en general suscitarán estas afirmaciones. Puede que esto parezca escandaloso; pero antes que nadie se levante a censurar o a ridiculizar, que se detenga y reflexione acerca de qué es lo que están así procediendo a rechazar. «De éste dan testimonio todos los profetas, que todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre.»[2] Y no es un dogma de la «doctrina paulina», sino la enseñanza de una de las más sencillas parábolas de Cristo, que los pobres y mendigos de los caminos y de los barrios bajos se sientan en el Reino de Dios, mientras que los que habían sido invitados al principio —los morales y los religiosos— quedan excluidos.[3] Y la parábola queda explicada por la doctrina de que Su misión divina consistía «no en llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento».



[1] Se le llama comúnmente, «Catecismo Escocés» ¡cómo si Westminster estuviera al norte del Tweed! Este catecismo fue compilado por piadosos y eruditos profesores de la Universidad de Cambridge, y adoptado por «una asamblea de eruditos y piadosos teólogos» reunidos en la Abadía de Westminster.
[2] Isaías 1:11
[3] Romanos 2:6-7
[4] Juan 6:28-29
[5] Hechos 17:22-31
[6] Anderson, Sir Robert, The Gospel and its Ministry (Grand Rapids: Kregel Publications, 1978), p. 12.
[7] Sir Robert presenta aquí una incertidumbre que no se justifica en las Escrituras. El traductor de la presente obra quiere llamar la atención a un pasaje que es pertinente al destino de una humanidad perdida, «sin esperanza y sin Dios en el mundo», «muertos en delitos y pecados», y que desarrolla la responsabilidad humana ante la revelación natural y la luz de la conciencia que juzga el mal, y que declara el criterio divino para el juicio de aquellos que han sido dejado a dicha luz natural y de la conciencia. Este pasaje se encuentra en Romanos 1:18 hasta 2:16, donde también se encuentra la Escritura que dice: «Porque todos los que sin ley han pecado, sin ley también perecerán; y todos los que bajo la ley han pecado, por la ley serán juzgados» (Ro 2:12). De ahí la necesidad apremiante de proclamar el Evangelio de salvación a una humanidad ya hundida en la perdición (N. del T.).
[8] Juan 12:48
[9] 2 Pedro 2:9
[10] Lucas 4:16-22
[11] Hebreos 1:3
[12] Hechos 10:43
[13] Lucas 14:15-24



Historia:
Fecha de primera publicación en inglés: 1897
Traducción del inglés: Santiago Escuain
Primera traducción publicada por Editorial Portavoz en castellano en 1983
OCR 2010 por Andreu Escuain
Nueva traducción © 2010 cotejando la antigua traducción y con constante referencia al original inglés, Santiago Escuain
Quedan reservados todos los derechos. Se permite su difusión para usos no comerciales condicionado a que se mantenga la integridad de la obra, sin cambios ni enmiendas de ninguna clase.

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