viernes, 31 de diciembre de 2010

Capítulo 13. El reinado de la gracia

Capítulo 13. El reinado de la gracia

¡Un cielo en silencio! Sí, pero no el silencio de una insensible indiferencia ni de la impotencia de debilidad; es el silencio de un gran reposo sabático, el silencio de una paz absoluta y profunda; un silencio que constituye la prenda y prueba públicas de que el camino está abierto para que el más culpable de los humanos se pueda acercar a Dios. Cuando la fe murmura y la incredulidad se rebela, y los hombres desafían al Supremo a romper este silencio y a que se declare a Sí mismo, ¡qué poca cuenta que se dan de lo que significa el desafío! Significa poner punto final a la amnistía; el final del reinado de la gracia; la conclusión del día de misericordia y el amanecer del día de la ira.
Entre las afirmaciones que dolieron a los ortodoxos en el famoso discurso del difunto profesor Tyndall en Birmingham sobre «Ciencia y Hombre», se hallaba su referencia al cántico de los Ángeles Anunciadores. «Mirad hacia Oriente en la actualidad», exclamó él, «como un comentario acerca de la promesa de paz sobre la tierra y buena voluntad hacia los hombres. La promesa es un sueño arruinado por la experiencia de dieciocho siglos, y en esta ruina queda incluida la pretensión de las “huestes celestiales” de dar una visión profética». Pero el cántico de los ángeles no fue una promesa, y menos todavía una profecía. Aquel himno de alabanza era una proclamación divina. Todavía no había llegado el tiempo en que Dios podría imponer la paz entre los hombres; pero la gracia «vino por Jesucristo», y con aquel advenimiento la paz y la buena voluntad vinieron a ser la actitud de Dios hacia los hombres. Y esto «en la tierra», incluso en medio de sus dolores y de sus pecados. «Y vino y anunció las buenas nuevas de paz».[1] Y «el que tiene oídos para oír» puede captar el eco de aquella voz que vibra todavía en nuestra atmósfera. Si Dios guarda silencio ahora es porque el Cielo ha bajado a la tierra, se ha alcanzado la cumbre de la revelación divina, y no hay ninguna reserva de misericordia que quede por desplegarse. Él ha hablado Su última palabra de amor y de gracia, y cuando la próxima vez rompa Su silencio será para desencadenar los juicios que aún han de abrumar este mundo que ha rechazado a Cristo. Porque «vendrá nuestro Dios, y no callará».[2]
El cielo silencioso forma parte del misterio de Dios; pero las Sagradas Escrituras declaran que está fijado un día en la cronología divina en que «el misterio de Dios se consumará».[3] Y cuando amanezca aquel día, se oirán de nuevo las huestes celestiales, proclamando que «la soberanía del mundo[4] ha venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de los siglos». Y a esta señal los maravillosos seres que se sientan en tronos alrededor del trono de Dios elevarán el himno: «Te damos gracias, Señor Dios Todopoderoso, el que eres y que eras y que ha de venir, porque has tomado tu gran poder, y has reinado. Y se airaron las naciones, y tu ira ha venido, y el tiempo de juzgar a los muertos, y de dar el galardón a tus siervos los profetas, a los santos, y a los que temen tu nombre, a los pequeños y a los grandes, y de destruir a los que destruyen la tierra».[5] Entonces, por fin, Él asumirá el poder que ya le pertenece de derecho, y galardonará públicamente el bien y reprimirá el mal. En una palabra, Él hará entonces lo que los hombres creen que debería hacer ahora y siempre. Y si El posterga hacer esto, no se trata de que «retarde su promesa». La propia defensa de Dios con respecto a Su inactividad es que Él es «paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento».[6]
A lo largo de todas las edades hasta que vino Cristo, el curso de la historia humana fue una acusación sin respuesta por la que, aparentemente, se desacreditaba cada atributo de Dios. El poder divino y Su sabiduría, justicia y amor fueron todos puestos en entredicho. Pero la venida de Cristo fue la revelación plena y final de Dios mismo al hombre. Sin duda alguna, hay misterios que todavía permanecen sin resolver, pero son misterios que se hallan más allá del horizonte de nuestro mundo. El principal entre ellos es el del origen del mal. No en la caída del Edén, sino en la caída de aquel Ser maravilloso que con sus «estratagemas» dio lugar a la caída en Edén. ¿Por qué permitió Dios que la primera y más noble de Sus criaturas se tornase en diablo? Pero de todas las cuestiones que nos afectan de forma inmediata, no hay ni una a la que la Cruz de Cristo no haya dado respuesta. Los hombres señalan a los tristes incidentes de la vida humana sobre la tierra, y preguntan: «¿Dónde está el amor de Dios?». Dios señala a aquella Cruz como la manifestación sin ninguna clase de reservas de un amor tan inconcebiblemente infinito que da respuesta a toda contradicción y silencia para siempre toda duda.[7] Y aquella Cruz no constituye meramente la prueba pública de lo que Dios ha cumplido; constituye también la garantía de todo lo que ha prometido. El supremo misterio de Dios es Cristo, porque en Él «están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento».[8] Y estos tesoros escondidos aún han de ser revelados. Es el propósito divino «reunir todas las cosas en Cristo».[9] El pecado ha roto la armonía de la creación, pero aquella armonía debe ser todavía restaurada por la supremacía de nuestro Señor, que actualmente sigue menospreciado y rechazado. Y al nombre mismo de Su humillación, Jesús, se doblará toda rodilla en el cielo y en la tierra y debajo de la tierra, y toda lengua confesará que Él es el Señor.[10]
Y creer en Cristo es reconocer Su Señorío ahora. De ahí la promesa: «Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo».[11] El pecador que así cree en Cristo anticipa, aquí y ahora, la realización del propósito supremo de Dios, y es salvo absolutamente y para siempre.
Fue en el poder de estas verdades que vivieron y murieron los mártires. En esto residía el secreto de su triunfo; no en «el tenor general de las Escrituras corregido a la luz de la razón y de la conciencia»; ni en las insolentes pretensiones del clericalismo, degradantes para cualquiera que las tolera. Con corazones guiados por una profunda reverencia a Dios, custodiados por la paz de Dios y exultantes en el amor de Dios derramado por el divino Espíritu, se mantuvieron por la verdad frente a las fuerzas combinadas de sacerdotes y de príncipes y, atreviéndose a ser llamados herejes, fueron fieles a su Señor en vida y en muerte.
El cielo estuvo entonces silencioso, al igual que ahora. No hubo visiones, ni se oyeron voces que hicieran detenerse a sus perseguidores. No se vieron señales que dieran pruebas de que Dios estaba con ellos cuando se hallaban en el potro del tormento o cuando entregaban su vida en la hoguera. Pero con su visión espiritual concentrada en Cristo, las realidades invisibles del cielo llenaban sus corazones, al pasar de un mundo que no era digno de ellos al hogar que Dios ha preparado para los que le aman. Pero en nuestro caso, los hijos decaídos de una edad decadente, la fe vacila bajo el peso de las pequeñas pruebas de nuestra vida. Y mientras Él insiste: «No te desampararé ni te dejaré», nuestras murmuraciones ahogan Su voz; y aunque profesamos ser «imitadores de aquellos que por la fe y la paciencia heredan las promesas», nuestra presunción e incredulidad apartan de nosotros las infinitas compasiones de Dios. «Ellos se sostuvieron como viendo al Invisible»; nosotros no podemos ver otra cosa que nuestras cargas y nuestras aflicciones, que se ven tanto más ampliadas cuanto que las vemos a través de las lágrimas de un dolor egoísta que ciegan nuestros ojos a las glorias de la eternidad.
La dispensación de la ley y del pacto y de la promesa —los privilegios distintivos del pueblo favorecido— quedó marcada por la exhibición pública del poder divino sobre la tierra. Pero el reinado de la gracia tiene su correlativo con la vida de la fe. El nuestro es el privilegio superior, la mayor bendición de aquellos «que no vieron y creyeron».[12] Y andar por fe es la antítesis de andar por vista. Si se nos concedieran «señales y maravillas» como en los días de Pentecostés, la fe descendería a un nivel inferior, y cambiarían toda la norma y el carácter de la disciplina de la vida cristiana.[13] Los sufrimientos de Pablo denotan una fe superior a «los hechos poderosos» de su ministerio anterior. No fue hasta que cesaron los milagros, y que él entró en el camino de la fe tal como el que andamos hoy, que se le reveló que su vida iba a ser «como ejemplo para los que después hubiesen de creer».[14]
¡Y qué vida fue ésta! Aquí tenemos el asombroso relato: «De los judíos cinco veces he recibido cuarenta azotes menos uno. Tres veces he sido azotado con varas; una vez apedreado; tres veces he padecido naufragio; una noche y un día he estado como náufrago en alta mar; en caminos muchas veces; en peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi nación, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; en trabajo y fatiga, en muchos desvelos, en hambre y sed, en muchos ayunos, en frío y en desnudez».[15]
Y todo esto no solamente sin ninguna murmuración, sino con un corazón exultante en Dios. En lugar de quejarse de sus flaquezas, se glorió en ellas. En lugar de lamentarse de sus persecuciones, aprendió a gozarse en ellas.[16] No con vanagloria ni con morbosidad, sino «por causa de Cristo», su Maestro y Señor, por quién, declaró: «lo he perdido todo». Pasando revista a todas sus privaciones y sufrimientos, los describe como «esta leve tribulación momentánea [que] produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria»; y añade: «No mirando nosotros a las cosas que se ven, sino a las que no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas».[17]
¡Qué diferencia respecto de la experiencia descrita en el capítulo introductorio![18] Allí tenemos el caso de aquellos que, no viendo nada más allá de los sucesos y de las circunstancias de su vida, se apartan de Dios con corazones endurecidos y amargados. Pero los hijos de la fe miran más allá del bramido de las olas y de las amenazantes nubes, porque saben bien que:

«Por encima de la voz de muchas aguas,
Y de las poderosas ondas de la mar,
Poderosa es la mano del Señor».[19]

Y así, llenos de pensamientos felices del hogar en el más allá y de la gloria a la que les está llamando, pueden gozarse en El, aunque sea a través de la aflicción de muchas pruebas, porque la prueba de su fe es preciosa.[20]
Los hombres comprenden y aprecian los ascetismos de la religión —«en culto voluntario, en humildad, y en duro trato del cuerpo»— penitencias y ordenanzas que son «en conformidad a mandamientos y doctrinas de hombres».[21] Pero todo esto no tiene nada en común con la vida de la fe. Hay caminos con los que los hombres se engañan a sí mismos en unos vanos esfuerzos de llegar a la Cruz. Pero es en la Cruz misma donde empieza la vida de la fe. Y los milagros espirituales de esta vida son más maravillosos que cualquiera que se limite a controlar o a suspender la operación de las leyes naturales. El mayor de todos ellos es el milagro del nuevo nacimiento por el Espíritu de Dios, con su contrapartida exterior de conversión desde una vida de egoísmo o pecado a una vida de servicio consagrado. Y los que lo han experimentado pueden decir, con las palabras de las Sagradas Escrituras: «Sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero».[22] Y al llevar la verdad a otros, descubren que produce los mismos resultados que ellos mismos han experimentado. Y esto no sucede sólo en casos aislados ni en circunstancias favorables. En años recientes, durante los que muchos han proclamado en público su creencia de que la Biblia es verdadera,[23] pero que, mientras reciben un sueldo para enseñar que es divina, han estado trabajando para demostrar que es indigna de confianza y puramente humana, éstos han sido precisamente los años en los que hombres cristianos la han llevado a algunas de las razas más degradadas del mundo pagano, con resultados que superan a todos los testimonios anteriores, proporcionando una abrumadora prueba de que su carácter y su misión son divinos.
Para personas así hay un sentido en que el cielo no está silencioso. La ciencia actual nos ha enseñado que hay rayos de luz, hasta ahora desconocidos, que pueden penetrar en las sustancias más densas. Pero estos rayos solamente pueden originarse allí donde queda excluida la atmósfera de la tierra. Y estas maravillas tienen su contrapartida en la esfera espiritual. Aquellos que pueden escapar así de la influencia de la tierra y elevarse por encima de lo visible y temporal, tienen ojos para ver y oídos para oír las escenas y los sonidos de otro mundo; y con voz unánime testifican que Dios está con Su pueblo y que Su Palabra es verdadera.
Y respaldando a estos hombres hay  decenas de millares de cristianos en la retaguardia, incluyendo a no pocos de los mayores teólogos, pensadores y eruditos de nuestro tiempo, que comparten sus creencias y que se gozan en sus triunfos. ¡No se trata de que la cuestión de qué es la verdad pueda resolverse por un plebiscito! Porque la verdad siempre ha estado en minoría. Pero no hay en el error no hay ningún elemento de cohesión. Entre los hijos del error no hay un vínculo de unión excepto en lo que se refiere a una común hostilidad a la verdad. Una generación mata a los profetas; otra le levanta sus monumentos funerarios. Aquellos que derramaron la sangre de los mártires son repudiados y condenados por sus sucesores y representantes actuales. Pero los hijos de la verdad de todas las edades son uno. Grande es «la nube de testigos» que nos rodea de los justos muertos de todas las edades pasadas. Y cuando hayamos corrido nuestra carrera, también nosotros, a su debido tiempo, pasaremos de la arena a reunirnos con la gran muchedumbre hasta que, completadas sus filas, la hueste incontable se hallará de pie, una multitud innumerable, delante del trono de Dios.

*    *    *

¡Qué gran éxito hubiera tenido este libro si hubiera cumplido la promesa de sus primeras páginas! Si tan sólo hubiera servido para reforzar el rechazo contra la fe que se sugiere en el capítulo inicial, entonces, desde luego, hubiera recibido «reseñas» en los diarios y «pedidos» de las bibliotecas. Pero en tanto que los ataques escépticos contra la Biblia están considerados a la par con la literatura general,[24] la prensa secular considera inapropiada cualquier defensa de ella que apele a sus más profundas enseñanzas. El resultado es que todo aquello que la incredulidad tiene que decir, aparece destacado ante el público, mientras que la inmensa mayoría de la gente nunca oye hablar de un libro distintivamente cristiano.
La religión y el escepticismo son competidores rivales por el favor popular. Sin embargo hay muchos que, aunque conscientes de unos anhelos demasiado profundos para quedar satisfechos por la mera religión, eligen la religión porque no conocen otro refugio frente al descreimiento. Y hay otros que, «con demasiado conocimiento para ser escépticos», derivan hacia el escepticismo en su rechazo del clericalismo.[25] Quizá estas páginas puedan sugerir a algunos de ellos un mejor camino. Porque el cristianismo no solamente nos libera del escepticismo por una parte, sino también de la superstición por la otra.
Y es posible que para no pocos este volumen reciba buena acogida al proporcionar una clave a apremiantes dificultades que desconciertan y afligen a las personas reflexivas. La incredulidad se aprovecha del silencio del cielo, de la inacción del Supremo. Si existe un Dios, todopoderoso y absolutamente bueno, ¿por qué no utiliza Su poder y da prueba de Su bondad en la forma que los hombres deciden esperar de Él? La respuesta que por lo general ofrece el apologista cristiano no consigue silenciar al oponente ni satisfacer al creyente. Y con razón, porque carece no sólo de coherencia, sino también de compasión. El Dios de la Biblia es infinito, tanto en poder como en compasión; y en otras épocas Su pueblo tuvo prueba pública de ello. ¿Por qué, entonces, está Él tan callado?
La pregunta no es por qué no se manifiesta siempre a Sí mismo, sino por qué nunca lo hace. Si, como ya se ha expuesto, incluso generaciones enteras pasaron sin experimentar ninguna manifestación de poder divino sobre la tierra, entonces, en presencia de algún mal aplastante, de algún mal horrendo, Su pueblo bien podría exclamar con Gedeón en el pasado: «Si Jehová está con nosotros, ¿por qué nos ha sobrevenido todo esto? ¿Y dónde están todas sus maravillas que nuestros padres nos han contado?».[26] Pero lo que nos atañe es que, a lo largo de todo el curso de esta dispensación cristiana desde los tiempos de Pentecostés, «el dedo de Dios»[27] nunca ha estado obrando abiertamente en la tierra, ¡nunca se ha observado un milagro público —«ni un solo suceso público que empuje a creer que haya un Dios en absoluto»! ¿Acaso se nos ha dejado en las tinieblas para buscar a tientas para hallar la respuesta? ¿Acaso la revelación no da luz acerca de esto? Es para sugerir la solución a este misterio que se han escrito estas páginas. Ahora sólo queda recapitular el argumento que han ido desarrollando.
Apelar a los «milagros cristianos», como se ha expuesto, lejos de resolver el misterio, sirve sólo para intensificarlo. Además, el propósito de los milagros era el de acreditar al Mesías a Israel, y no, como generalmente se supone, acreditar el cristianismo a los paganos. Y, por ello, como la Escritura indica claramente, persistieron mientras el testimonio se dirigió al judío, pero cesaron cuando, habiendo sido dejado el judío de lado, el evangelio fue enviado al mundo de los gentiles.
Pero la crisis que privó a la nación favorecida de su posición ventajosa de privilegio proporcionó la ocasión para una nueva revelación a la humanidad. La caída de Israel fue «la reconciliación del mundo».[28] Dios adoptó una nueva actitud hacia los hombres. Siempre había habido misericordia hacia los gentiles, porque todo quien buscaba con diligencia a Dios nunca lo había buscado en vano.[29] Pero el cristianismo va infinitamente más allá de esto. Es la plasmación del cambio insinuado en las palabras proféticas: «Fui hallado de los que no me buscaban; me manifesté a los que no preguntaban por mí».[30] Ahora no se trata de que Dios oiga el clamor de un verdadero corazón arrepentido suplicando misericordia, porque esto siempre lo ha hecho, sino que ahora Él mismo está rogando incluso a los no arrepentidos a que se vuelvan a Él; está rogando a los hombres que se reconcilien con Él.[31] No se trata que haya misericordia para algunas personas, sino que Dios ha hecho ahora una declaración pública de Su gracia «portadora de salvación a TODOS los hombres».[32]
Así, la gracia se halla en el trono, reinando por medio de la justicia para vida eterna.[33] Pero es cosa evidente que antes que se revelase esta verdad, la gran verdad característica del cristianismo, se daba una intervención inmediata de Dios sobre la tierra: en una palabra, había milagros; en tanto que, después de que fuera revelada esta verdad, los milagros cesaron. La era del reinado de la gracia es precisamente la era del silencio de Dios. Así, es a la gracia a la que acudimos para explicar el silencio. El cristianismo es la revelación final y suprema de «la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres».[34] Así, cuando Dios se manifiesta una vez más sólo podrá hacerlo en ira, y la ira tiene que esperar al «día de la ira».[35]
Esto no significa que el gobierno humano haya perdido su sanción divina, porque «no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas».[36] Tampoco ha quedado suspendido el gobierno moral del mundo: las leyes de la naturaleza siguen implacablemente en acción.[37] Pero en esta esfera superior no hay ni tribunal ni policía con potestad para tratar los pecados de los hombres; porque Aquel a quien pertenece en exclusiva la sublime prerrogativa del juicio está ahora entronizado como SALVADOR. Dios no está ya más imputando a los hombres sus pecados.[38] Desde el trono de la Majestad Divina se ha ordenado la proclamación del perdón y de la paz, y esto sin limitaciones ni reservas. Y ahora un Cielo silencioso da una prueba continua de que esta gran amnistía sigue vigente, y de que el más culpable de los pecadores puede volverse a Dios y hallar perdón de los pecados y vida eterna. Dios está callado porque ha dado Su última palabra de misericordia y de amor, y el juicio tiene que esperar al «día del juicio»; no puede haber lugar para tal cosa en este «día de gracia».[39]
A muchos esto les parecerá un misticismo de lo más simple. En cambio, otros no verán en ello ningún significado. Porque para ellos el ministerio y la muerte de Cristo son tan solamente un espléndido episodio que ha elevado a la humanidad a un nivel más alto que el conseguido hasta entonces. Y además, para estos últimos el problema que se plantea en este libro no tiene ningún sentido.[40] Al tener una creencia sólo tibia en lo sobrenatural, la ausencia de milagros no excita en ellos ni asombro ni angustia. Pero, felizmente, no son pocos los que han aprendido a pensar en el Calvario no como un paso ascendente en el inevitable progreso de la raza hacia la meta de su elevado destino, sino como una tremenda crisis que puso fin a la probación del hombre, y que lo dejó totalmente dependiente de la gracia divina, o, si rechaza la misericordia ofrecida, confinándolo en juicio. Y éstos valorarán mucho mejor la clave que aquí se ofrece para el misterio de un cielo silencioso.




[1] Efesios 2:17
[2] Salmo 50:3
[3] Apocalipsis 10:7
[4] ἡ βασιλέια τοῦ κόσμου (Αρ. 11:15).
[5] Apocalipsis 11:15-18
[6] 2 Pedro 3:9
[7] Naturalmente, todo lo que es manifestado queda fuera de la esfera de la duda; y Dios declara que en la Cruz de Cristo se han manifestado Su gracia, bondad y amor (Tito 2:11; 3:4; 1 Juan 4:9). Pero, ignorando el hecho maravilloso de que, por causa nuestra, El «no perdonó a Su propio Hijo», los hombres tratan de poner Su amor a prueba; y la prueba consiste en si El va a conceder alguna demanda específica presentada en la presunción de una necesidad o dolor presentes.
[8] Colosenses 2:2-3
[9] Efesios 1:10
[10] Filipenses 2:10
[11] Romanos 10:9. El verdadero budista se distinguirá por la forma en que nombra a su maestro, no omitiendo nunca ningún título expresivo de su reverencia hacia él. Y el verdadero cristiano se declarará de la misma forma. Si una persona escribe o habla habitualmente acerca dé «Jesús» podemos tener la certeza, sea cual fuere su credo, que de corazón es un sociniano. «Que Jesucristo es el Señor» es el testimonio especial del cristianismo, y el cristiano no lo olvidará, ni aún en sus palabras.
[12] Juan 20:29
[13] Ver Apéndices, nota 10.
[14] 1 Timoteo 1:16, V.M.
[15] 2 Corintios 11:24-27
[16]  Aquí tenemos una escala ascendente de experiencias:
«¿Ha olvidado Dios el tener misericordia? ¿Ha encerrado con ira sus piedades?»  (Salmos 77:9).
«Enmudecí, no abrí mi boca, porque tú lo hiciste» (Salmos 39:9).
«He aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación» (Filipenses 4:11).
«Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades... me gozo en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias... por amor de Cristo» (2 Corintios 12:9-10).
[17] 2 Corintios 4:17-18
[18] Véase el último párrafo del Capítulo 1.
[19] Paráfrasis del Salmo 93:4. (La palabra voz está en plural, pero, obviamente, es el plural poético hebreo; no se trata de varias voces, sino de «la gran voz».)
[20] 1 Pedro 1:6-7
[21] Colosenses 2:22-23
[22] 1 Juan 5:20
[23] Cada candidato a la ordenación tiene que declarar públicamente, en respuesta al obispo, que «cree sin fingimiento alguno todas las Escrituras canónicas del Antiguo y del Nuevo Testamento». No voy a entrar en consideraciones de si se debe exigir o no. El hecho permanece. Y siendo así, cuando los clérigos se dedican a desacreditar la Biblia, la consideración principal a plantear se refiere a su propia honradez. ¿Acaso la Iglesia tiene una norma de moralidad inferior a la de los clubes?
[24] Ver Apéndices, nota 11.
[25] Las vidas de los hermanos Newman ofrecen una buena ilustración. Los dos hicieron naufragio de la fe: el uno derivó hacia la religión, el otro hacia la incredulidad. La Apología y el Phases of Faith se hallan entre los más tristes de los libros.
[26] Jueces 6:13
[27] Lucas 11:20
[28] Romanos 11:15
[29] Hechos 17:27;   Hebreos 11:6;  Romanos 2:7. Y ver, especialmente, Hechos 10:34-35.
[30] Romanos 10:20
[31] 2.ª Corintios 5:20
[32] σωτήριος πᾶσιν ἀνθρώποις (Tit. 2:11, cp. V.M. y RV09).
[33] Romanos 5:21
[34] Φιλανθρωπία (Tit. 3:4).
[35] Romanos 2:5
[36] Romanos 13:1
[37] Un autor incrédulo ha dicho en un pasaje: «La Naturaleza no sabe nada de tonterías como "el perdón de los pecados"».
[38] 2 Corintios 5:19. Ver las últimas páginas del capítulo 10, y Apéndices, nota 8.
[39] Será en proporción directa a nuestro aprecio de la revelación cristiana que apreciaremos al argumento de que Dios no puede intervenir ni declararse ahora directa y abiertamente. Pero esto deja sin respuesta la dificultad de que por qué no suele actuar indirectamente en favor de Su propio pueblo. Esto se trata en las páginas finales de la primera sección de este capítulo 13. La vida de la fe ha sido siempre una vida de prueba, y esto es así de forma especial en esta dispensación de un cielo silencioso. Pero es para nuestro gozo saber que nuestro divino Señor «fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado» (He. 4:15). Esta afirmación parece ser contradictoria, porque ¿cómo podía ser Él tentado como nosotros si, como se implica en las palabras adicionales (χωρὶς άμαρτίας), «a través de estas tentaciones, en su origen, en su proceso, en su resultado, el pecado no tuvo nada en Él; Él estaba exento y separado del mismo»? (Alford). La explicación aparecerá en lo que ya se ha expuesto (cap. 11) con respecto a las tentaciones satánicas como principalmente destinadas a destruir nuestra confianza en Dios. Los treinta años anteriores a la entrada del Señor en Su ministerio público, que transcurrieron en una obligada inacción en medio de la abundancia de dolor, iniquidad e injusticia a Su alrededor, tuvieron que haber sido para Él un martirio en vida, con el Tentador echándole siempre en cara la aparente apatía de Dios. Y cuando leemos que «él mismo padeció, siendo tentado» (Hechos 2:18), podemos darnos cuenta de cuán totalmente fue humano, y de cuán profunda y real fue Su humillación.
[40] De esta clase han sido precisamente las críticas que ha suscitado este volumen. Uno de los principales órganos del pensamiento culto en Inglaterra lo describe como «un libro lleno de misticismo religioso». Y uno de los principales órganos de la prensa de los «saduceos», aunque habla en términos halagadores con respecto a la manera en que se plantea el problema del libro, no puede ver nada en la solución que se propone para el mismo. Y así ha sido siempre. Para el judío el Evangelio de Cristo era un ultraje porque descartaba la religión; para el griego culto era una necedad porque dejaba a un lado lo que él se complacía en llamar sabiduría. El «filósofo» pensaba en una evolución y en un progreso ascendente de la humanidad, pero el Evangelio le hablaba de una gracia que le perdonaría sus pecados y del juicio venidero. Si los conductores de la escuela de pensamiento y de enseñanza a los que aquí hacemos alusión pudieran solamente ser llevados a comprender la verdad que este volumen contiene, toda su posición y testimonio se transformarían. Pero en vano se rebuscará en su literatura. Afirmaciones así se pueden hacer con facilidad, pero si no son ciertas se pueden refutar con la misma facilidad: que citen el libro que las refuta.



Historia:
Fecha de primera publicación en inglés: 1897
Traducción del inglés: Santiago Escuain
Primera traducción publicada por Editorial Portavoz en castellano en 1983
OCR 2010 por Andreu Escuain
Nueva traducción © 2010 cotejando la antigua traducción y con constante referencia al original inglés, Santiago Escuain
Quedan reservados todos los derechos. Se permite su difusión para usos no comerciales condicionado a que se mantenga la integridad de la obra, sin cambios ni enmiendas de ninguna clase.

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