lunes, 27 de diciembre de 2010

Capítulo 2. Persiste el misterio

Capítulo 2. Persiste el misterio

Cuando nos volvemos a las Sagradas Escrituras, este misterio de un cielo silencioso, que está llevando a tantos a la incredulidad, si no al ateísmo, parece volverse aún más irresoluble. La vida y las enseñan­zas del gran Profeta de Nazaret han atraído la admi­ración de multitudes, incluso la de aquellos que le han negado el más profundo homenaje de su fe. Todas las mentes generosas le aclaman como la figura más noble que jamás haya pasado por el escenario de la vida humana. Pero el cristianismo reivindica para Él mucho más que esto. El Dios grande y des­conocido había habitado en oscuridad impenetrable y en luz inaccesible: aparentes contradicciones que armonizan de hecho en una perfecta descripción de Su actitud hacia los hombres. Pero ahora, por fin, se ha revelado. El Nazareno no era meramente el hombre modelo para todas las edades: Él era divino, «Dios manifestado en carne». Los profetas inspirados habían presentado esto en sombras: ahora se cumplía. El sueño de la mitología pagana se cumplía en el gran hecho fundamental del cristianismo: Dios adoptó la forma de un hombre y habitó como hombre entre los hom­bres, diciendo cosas que los meros hombres jamás habían dicho, y difundiendo por todas partes las pruebas de la naturaleza divina de Su carácter y misión.
Pero la esfera de esta manifestación quedó confinada dentro de los más estrechos límites: las ciudades y los pueblos de un distrito escasamente más grande que un con­dado inglés. Si este iba a ser su final, una teoría tan sublime tendría que ser desacreditada por su inherente incredibilidad. Pero a lo largo de Su ministerio El habló de una muerte misteriosa que tenía que padecer, de Su resurrección de entre de los muertos, de Su regreso al cielo de donde había descendido, y de triunfos de Su poder que segui­rían a Su ascensión; triunfos tales que aquellos a quienes estaba diciendo estas cosas eran entonces incapaces de comprenderlos. Y, de acuerdo con las esperanzas que así había inspirado, entre Sus últimas afirmaciones, hechas después de Su resurrección y en vista de Su ascensión, encontramos estas palabras sublimes y llenas de significado: «Todo poder me es dado en el cielo y en la tierra». Con referencia a esto, la posición de una incredulidad abierta es perfecta­mente inteligible; pero, ¿qué se puede decir del escepticis­mo encubierto del moderno cristianismo que explica esto como nada más que la declaración de una autoridad mística para enviar predi­cadores del Evangelio?
Una vez se acepta el esquema que la revelación acerca de la apostasía y caída del hombre, y su consiguiente alienación de Dios, se puede explicar la historia del mundo hasta el tiempo de Cristo. Pero tanto los tipos como la promesa y la profecía testificaban unánimes que la venida del Mesías significaría el amanecer de un día más radiante, cuando «los cielos imperarían», cuando se rectificarían todos los males, y cuando el dolor y la discordia dejarían paso a la alegría y a la paz. Las huestes angélicas que anunciaron Su nacimiento confirmaron el testimonio, y parecían señalar su próximo cumplimiento. Y estas palabras del mismo Cristo resuenan como una proclamación de que por fin llegaba la gran liberación de la tierra. Tampoco los sucesos de los primeros días desmintieron la esperanza.
Si debido a un gran milagro público ejecutado en Su nombre los apóstoles resultaron amenazados con castigos, ellos apelaron a Dios. Entonces Dios dio prueba pública de que había oído su oración, porque «el lugar en que estaban congregados tembló».[1] Un juicio repentino cayó sobre Ananías y Safira cuando pecaron, y como consecuencia «vino gran temor sobre toda la iglesia».[2] «Por la mano de los apóstoles se hacían muchas señales y prodigios en el pueblo.»[3] De los pueblos vecinos «la multitud» —esto es, los habitantes en masa— se reunían en Jerusalén llevando a sus enfermos, «y todos eran sanados».[4] Y cuando sus exasperados enemigos arrestaron a los apóstoles y los echaron en la cárcel pública, «el ángel del Señor, abriendo de noche las puertas de la cárcel», los sacó.[5] Fue durante este mismo período, indudablemente, cuando cayó el mártir Esteban. Sí, pero antes de que cayera víctima de las piedras que le arrojaban sus fieros asesinos, los cielos se abrieron, y le revelaron una visión de su Señor en gloria. Si el martirio aportara en la actualidad tales visiones, ¿quién temería ser un mártir? Por una visión parecida el más destacado de los testigos de su muerte fue transformado en un apóstol de la fe que había resistido y blasfemado. Y cuando, a su vez, se encontró en ma­nos de crueles enemigos en Filipos, su oración de medianoche obtuvo la respuesta de un terremoto que sacudió los cimientos de su prisión. Unas manos invisibles rompieron los eslabones de las ca­denas que les mantenían cautivos, a él y a Silas, y les abrieron las puertas del calabozo de par en par.
También el apóstol Pedro experimentó una libe­ración parecida cuando era prisionero de Herodes en Jerusalén, y ello en la misma víspera del día señalado para su muerte. El relato es claro y apasionante: «Estaba Pedro durmiendo entre dos sol­dados, sujeto con dos cadenas, y los guardas delante de la puerta custodiaban la cárcel. Y he aquí que se presentó un ángel del Señor, y una luz resplandeció en la cárcel; y tocando a Pedro en el costado, le despertó, diciendo: Levántate pronto. Y las cadenas se le cayeron de las manos». «La puerta de hierro» de la prisión «se les abrió por sí misma», y salieron juntos a la calle.
Estas son solamente selecciones de las narracio­nes de los capítulos iniciales de los Hechos de los Apóstoles. La intervención divina no era ninguna teoría mística para estos hombres. «Todo poder en el cielo y en la tierra» no era una doctrina carente de sustancia. La historia de la Iglesia primitiva, así como la historia de los inicios de la nación de Israel, era un registro ininterrumpido de mila­gros. Pero aquí termina el paralelismo. Bajo la antigua economía la suspensión de la intervención divina en los asuntos humanos era considerada como una anomalía, y tenía su explicación en la apostasía y el pecado nacionales. Y los tiempos de apostasía nacional constituyeron precisamente el período de la dispensación profética. Fue entonces que la voz divina se fue oyendo con creciente claridad. Pero, a diferencia de lo anterior, el Cielo ha estado mudo durante dieciocho largos siglos. Además, esto podría parecer menos extraño si la profecía hubiera cesado con Malaquías y no se hubieran renovado los milagros en los tiempos mesiánicos. Pero aunque los poderes milagrosos y los dones proféticos abun­daron en la Iglesia en la época de Pentecostés, no obstante, cuando el testimonio salió de la estrecha esfera del judaísmo y se enfrentó con la filosofía y la civi­lización del mundo pagano —de hecho en el preciso momento en que, según teorías ampliamente aceptadas, se precisaba de esta voz profética de forma especial— dicha voz se desvaneció para siempre.
¿No hay nada aquí que suscite nuestro asombro? Naturalmente algunos dejarán de lado la cuestión, rechazando todo testimonio de milagros, tanto los de los tiempos del Antiguo como de los del Nuevo Testamento, tratándolos de meras leyendas o fábulas. Otros, a su vez, afirmarán que hay milagros que tienen lugar en ciertos santuarios favorecidos en la actualidad. Pero, por lo menos aquí, en Gran Bretaña, los hombres no son ni supersticiosos ni incrédulos. Creen el testimonio bíblico de los milagros en el pasado, y aceptan la realidad de que desde los días de los após­toles no se ha roto el silencio del cielo. No obstante, cuando se les pide que den una expli­cación de ello se quedan mudos, u ofrecen explicaciones totalmente inadecuadas, cuando no abso­lutamente inciertas.
Argumentar que la idea de una intervención divina en los asuntos humanos es irrazonable o absurda es tan sólo prueba de la facilidad con que la mente queda esclavizada por los hechos ordinarios de la experiencia. El creyente reconoce que esta clase de intervención era normal en los tiempos antiguos, mientras que el incrédulo argumenta muy justamente que si en realidad existiese un Dios todopoderoso y totalmente bueno, tal intervención debiera ser común en todo tiempo. Este reto burlón podría tener fácil respuesta si el cristiano pudiera responder que este mundo constituye un período de prueba en el que Dios, en Su infinita sabi­duría, ha considerado adecuado dejar a los hombres totalmente a sí mismos. Pero en presencia de una Biblia abierta, esta respuesta es totalmente impo­sible. Permanece el misterio de que «Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres», ¡nunca habla ahora a Su pueblo! La historia sagrada de la raza favorecida du­rante millares de años está atestada de milagros mediante los que Dios dio prueba de Su poder para con los hom­bres, y con todo ello nosotros nos enfrentamos con el hecho pasmoso de que desde los días de los apóstoles hasta la hora presente se puede escrutar en vano la historia de la cristiandad tratando de encontrar un sólo acontecimiento público que conduzca de manera inequívoca a ver que Dios existe en absoluto![6]

SEGUIR LEYENDO


[1] Hechos 4:31
[2] Hechos 5:1-11
[3] Hechos 5:12
[4] Hechos 5:16
[5] Hechos 5:19
[6] Ver Apéndice, nota 1, p.140.


Historia:
Fecha de primera publicación en inglés: 1897
Traducción del inglés: Santiago Escuain
Primera traducción publicada por Editorial Portavoz en castellano en 1983
OCR 2010 por Andreu Escuain
Nueva traducción © 2010 cotejando la antigua traducción y con constante referencia al original inglés, Santiago Escuain
Quedan reservados todos los derechos. Se permite su difusión para usos no comerciales condicionado a que se mantenga la integridad de la obra, sin cambios ni enmiendas de ninguna clase.

No hay comentarios:

Publicar un comentario