lunes, 27 de diciembre de 2010

Capítulo 1. El cielo silencioso

Capítulo 1. El cielo silencioso

Un cielo silencioso es el mayor misterio de nues­tra existencia. Desde luego, para algunos el problema no presenta perplejidades. En una filo­sofía de optimismo superficial, o en una vida de aislamiento egoísta, han «llegado al Nirvana». Para estas personas, las tristes y horrendas realidades de la vida a nuestro alrededor no tienen existencia. No arrojan sombra sobre su camino. La serena atmós­fera de su paraíso de necios no se ve perturbada por el grito de los que sufren y de los oprimidos. Pero las personas sinceras y reflexivas encaran estas realidades, y tienen oídos para oír este grito; y su asombro indignado halla expresión a veces en pala­bras como las del antiguo profeta y poeta hebreo: «¿Cómo sabe Dios? ¿Y hay conocimiento en el Altí­simo?»
La sociedad, incluso en los grandes centros de nuestra moderna civilización, se parece demasiado a un barco de esclavos, donde, junto a los sonidos de la música, de la risa y de las juergas en la cubierta superior, se mezclan los gemidos de angustia indescriptible de los que están hacinados en la bodega de la nave. ¿Quién puede eva­luar la tristeza, el sufrimiento y los males que se soportan en una sola hora, incluso en la favorecida metrópolis de la muy favorecida Ingla­terra? Y si es así en el árbol verde, ¿qué se dirá del seco? ¿Qué mente es capaz de abarcar la suma de toda la aflicción de este inmenso mundo, acumulada día tras día, año tras año, siglo tras siglo? Los cora­zones humanos podrán elaborar sus planes, y las manos humanas podrán hacer un poco para aliviarla, y el brazo fuerte y presto de la ley humana puede hacer mucho para la protección de los débiles y para el castigo de los malvados. Pero, en cuanto a Dios, ¡la luz de la luna y de las estrellas no es más fría y carente de compasión de lo que Él parece ser! Cada nuevo capítulo de la historia del desgobierno de Turquía levanta una nueva tormenta de indigna­ción por toda Europa. La conciencia de la Cristian­dad se siente ultrajada por los relatos de opresión, crueldad y injusticias de que son víctimas los súbditos cristia­nos de la llamada Sublime Puerta.
Este es un testimonio de las matanzas de armenios en 1895:

«Alrededor de 60.000 armenios han sido asesinados. En Trebisonda, Erzurum, Erzincan, Hassankaleh y otras numerosas localidades, los cristianos fue­ron aplastados como las uvas durante la vendimia. El populacho desenfrenado, surgiendo como la espuma en las calles de las ciudades, barrió a los indefensos armenios, despojó sus tiendas, arrasó sus hogares, y después bromearon y jugaron con las aterrorizadas víctimas, como los gatos juegan con los ratones. Los arroyos quedaron obstruidos por los cuerpos; los torrentes estaban rojos de sangre humana; los claros de los bosques y las cuevas de las rocas se veían llenos de muertos y de mori­bundos; entre las ennegrecidas ruinas de pueblos, otrora prósperos, yacían bebés abrasados al lado de los cadáveres mutilados de sus madres; por las noches cavaban fosas los mismos desgraciados des­tinados a llenarlas, muchos de los cuales, echados allí solamente heridos levemente, despertaban bajo una montaña de cadáveres, y en vano se debatían con­tra la muerte y con los muertos, que les cerraban para siempre el paso a la luz y a la vida.
   »Un hombre en Erzurum, oyendo un tumulto, y temiendo por sus hijos, que estaban jugando en la calle, salió para buscarlos y salvarlos. Fue apresado por la chusma. Suplicó por su vida, pro­testando que siempre había vivido en paz con sus vecinos musulmanes, y que los amaba sinceramen­te. Esta afirmación podía ser verdad, o podía ser solamente para moverlos a compasión. No obstan­te, el cabecilla le dijo que aquel era el espíritu adecuado, y que se le premiaría de una manera adecuada. A continuación lo desnudaron, le cortaron un trozo de carne de su cuerpo, y lo ofrecieron burlonamente a la venta: “Carne buena y fresca, y muy barata”, exclamó alguien de la multitud. “¿Quién quiere comprar fina carne de perro?”, gritaron algu­nos de los divertidos espectadores. El pobre hom­bre, retorciéndose de dolor, lanzaba alaridos, pues alguien de entre la gentuza que había estado ha­ciendo pillaje en el interior de las tiendas, abrió una botella y echó vinagre o algún otro ácido en la sangrante herida. El pidió a Dios que pusiera fin a su agonía, Pero solamente habían empe­zado. Poco después llegaron dos niñitos, el mayor gritando: “¡Hairik, Hairik! (Padre, padre), ¡sálvame!, ¡sálvame! ¡Mira lo que me han hecho!”. Y se señalaba a la cabeza, de la que brotaba un abundante chorro de sangre sobre su hermosa cara y cuello. El her­mano más pequeño —un niño de unos tres años—, estaba jugando con un juguete de madera. El agoni­zante hombre guardó silencio por un segundo y después, mirando a estos hijos suyos, hizo un frené­tico pero vano esfuerzo por arrebatar una daga de un turco que estaba a su lado. Esta fue la señal para la renovación de sus tormentos. El ensangren­tado chico, finalmente, fue lanzado violentamente contra el moribundo padre, que empezó a perder fuerza y conciencia, y luego los golpearon a los dos hasta matarlos. El niño más pequeño estaba sentado allí cerca, bañando su juguete de madera en la sangre de su padre y de su hermano, y mirando hacia arriba, ora con sonrisas a los bien vestidos kurdos, ora con desgarradoras lágrimas a los polvorientos despojos de lo que hasta entonces había sido su padre. Un corte de sable terminó con su corta experiencia en el mundo de Dios, y la multitud volvió su atención hacia otros.
   »Estas son solamente unas escenas aisladas vistas en la fracción de un segundo por la luz, digamos, de un momentáneo relámpago. Lo peor no puede describirse. (Contemporary Review, enero de 1896.)

Lo que sigue se refiere a horrores aún más re­cientes:

En ningún lugar de la región ha sido más salvaje el ataque sobre los cristianos que en Egin. Se ase­sinó a todo varón que tuviera más de doce años. Solamente se conoce de un armenio que haya sido visto y perdonado. A muchos niños y jovencitos se les hizo yacer de espaldas y fueron degollados como corderos. Se llevó a las mujeres y a los niños al patio del edificio del Gobierno y a varios lugares de la ciudad. Turcos, kurdos y sol­dados fueron a estas mujeres, eligieron a las más bellas, y se las llevaron para violarlas. En el pueblo de Pinguan quince mujeres se echaron al río para escapar a la deshonra. (The Times, 10 de diciembre de 1896).

Y en todo esto, ¿cuál es el factor que más exaspera el sentimiento del público? Que el Sultán tiene el poder de impedirlo, pero no lo hace. Que, aunque posee amplios poderes para frenar y castigar, se mantiene impasible, mientras que, en el seguro retiro de su palacio, se da a una vida de lujo y de comodidad. ¿Pero acaso el Dios Todopoderoso no tiene poder para detener estos crímenes? Hasta Abdul Hamid se ha sentido movido por un sentimiento de vergüenza, y, desechando su dignidad real ha hecho oír personalmente su voz en Europa para repeler la acusación que su aparente inacción ha levantado para su descrédito.[1] Pero en vano forzamos nuestros oídos para escuchar alguna voz desde el trono de la Divina Majestad. El lejano cielo en el que, en perfecta paz y gloria inexpresable, Dios habita y reina, está ¡EN SILENCIO!
«Me volví y vi todas las violencias que se hacen debajo del sol; y he aquí las lágrimas de los oprimi­dos, sin tener quien los consuele; y la fuerza estaba de la mano de sus opresores, y para ellos no había consolador.» ¡Y esto en un mundo regido y gobernado por un Dios que es Todopoderoso!
Y cuando apartamos nuestros pensamientos del gran mundo que nos rodea, y los fijamos sobre el estrecho círculo de Su pueblo fiel, los hechos no son menos duros, y el misterio se hace más inescru­table. Hombres devotos salen de nuestras costas, abandonando la seguridad, las comodidades, los atractivos y los incontables beneficios de la vida en medio de nuestra civilización cristiana, para llevar el conocimiento del verdadero Dios a las tierras pa­ganas. Pero pronto oímos de su asesinato en manos de aquellos mismos que ellos querían elevar y llevar bendición de esta manera. Y ¿dónde está «el verdadero Dios» al que ellos servían? El pequeño grupo de cristianos que eran, en un sentido especial, sus em­bajadores acreditados, hombres y nobles mujeres también, que compartían su exilio y sus labores, y niñitos cuya tierna impotencia hubiera podido exci­tar la piedad del hombre más endurecido, en su terror y agonía clamaron al cielo por un socorro que nunca vino. Seguro que el Dios en el que esperaban hubiera po­dido cambiar los corazones o frenar las manos de sus brutales asesinos. ¿Es posible imaginar circunstancias que hubieran demandado con más justicia la ayuda de Aquel al que adoraban como Todopoderoso, tanto en el cielo como en la tierra? ¡Pero la tierra ha bebido su sangre y un cielo silencioso ha parecido burlarse de su clamor!
Y estos horrores son meros rizos en la superficie del profundo y ancho mar de los sufrimientos de la Iglesia a lo largo de las épocas de su historia. Desde los antiguos días de la Roma pagana, pasando a través de los siglos por las llamadas persecuciones «cristia­nas», incontables millones de mártires, los mejores, los más puros y los más nobles de nuestra raza, han sido entregados a la violencia, al ultraje y a la muerte en formas horrorosas. El corazón se angustia ante la aterradora historia, y la dejamos con la oscura esperanza, pero sin base alguna de que, por lo menos, sea en parte falsa. Pero los hechos son demasiado terribles para que sea posible exage­rar su registro. Despedazados por bestias salvajes en la arena, atormentados por hombres tan inmisericordes como bestias salvajes, y, lo que es más odioso aún, desgarrados en las cámaras de tortura de la Inquisición, Su pueblo ha muerto, con los rostros dirigidos al cielo, y con sus corazones entregados en oración a Dios; ¡pero el cielo ha parecido tan duro como si fuera de bronce, y el Dios de sus oraciones tan impotente como ellos o tan insensible como sus perseguidores!
Pero la mayor parte de los hombres son egoístas en sus simpatías.
En ocasiones, algún dolor privado se pro­yecta con mayor amplitud que toda la suma de los dolores del mundo y de los sufrimientos de la Iglesia. Si hubo alguna vez un santo sobre la tierra, es la madre junto a cuyo lecho de muerte se congregan sus hijos e hijas, apartándose de los distintos nego­cios o placeres. En todos sus caminos la piedad y la fe de la madre han ejercido una influencia restrictiva y encauzada. Y ahora, reunidos de nuevo en el viejo hogar, están ansiosos de ver cómo, en la solemne crisis de sus últimos días sobre la tierra, Dios tra­tará a uno de Sus más cariñosos y fieles hijos. Y, ¿qué es lo que contemplan? ¡Un pobre cuerpo atravesado de un dolor que no cesa hasta que su capacidad de sufrimiento es apagada por la mano de la Muerte! Si la capacidad humana pudiera proporcionar alivio, el médico que la atiende sería despedido cómo despiadado o incompetente. ¿Acaso es Dios, entonces, incompetente o despiadado? A Él alzan ellos la mi­rada para que alivie al santo agonizante de las agonías de la muerte, ¡pero en vano!
O bien podríamos considerar un dolor aún más egoísta. La llegada de una gran desgracia que convierte un hogar alegre en una desolación, y que deja el corazón tan embo­tado y endurecido, que incluso los denominados «consuelos de la religión» parecen cosas vacías. ¿Por qué habría de ser Dios tan cruel? ¿Por qué está el cielo tan terriblemente silencioso?
La imaginación más prolífica, la pluma más ágil, no podría delinear ni retratar, en su variedad ilimi­tada, las experiencias que así han aniquilado los últi­mos rescoldos de fe en muchos corazones aplastados y desolados. «Hay ocasiones», dice un escritor cris­tiano[2] «cuando el cielo encima de nuestras cabezas parece ser de bronce, y la tierra debajo parece de hierro, y sentimos como nuestros corazones se hun­den dentro de nosotros bajo la fría presión de una ley implacable e inmisericorde». ¡Cuán verdadera la afirmación, pero cuan inadecuada! Si se tratara de que Dios dejara de interferir en favor de este o de aquel individuo, meramente, o en una u otra oca­sión, la fe en su infinita sabiduría y bondad, debería frenar nuestras murmuraciones y suavizar nuestros temores. Y además, si, como en los días de los pa­triarcas, pasara una generación entera sin que ni una vez se declarase a Sí mismo, la fe podría mirar atrás y esperar el futuro, entre exámenes de conciencia por la causa de Su silencio. Pero lo que aquí con­frontamos es el hecho, explíquese como se quiera, de que durante dieciocho siglos el mundo nunca ha sido testigo de una manifestación pública de Su presencia ni de Su poder.
«¿Conoce Dios?» Al principio el pensamiento sur­ge como una petición impaciente, aunque no irre­verente. Pero las palabras se forman en la boca para implicar un desafío y sugerir una duda, y al final se pronuncian osadamente como la confesión de una incredulidad establecida. Y luego, las sagradas cró­nicas que maravillaban y atraían la mente en la infancia, relatando los «poderosos hechos» de la in­tervención divina «en la antigüedad», empiezan a perder su viveza y fuerza, hasta que al final caen al nivel de las leyendas hebreas y de los mitos del mundo antiguo. En presencia de los duros y aciagos hechos de la vida, la fe de los primeros días se desmorona, porque ciertamente un Dios totalmente pasivo y nunca disponible es, a todos los efectos prácticos, inexistente.

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[1] Discurso  del marqués de Salisbury en el Pabellón, Brighton (Inglaterra), el 19 de noviembre de 1895.
[2] El Deán Mansel.



Historia:
Fecha de primera publicación en inglés: 1897
Traducción del inglés: Santiago Escuain
Primera traducción publicada por Editorial Portavoz en castellano en 1983
OCR 2010 por Andreu Escuain
Nueva traducción © 2010 cotejando la antigua traducción y con constante referencia al original inglés, Santiago Escuain
Quedan reservados todos los derechos. Se permite su difusión para usos no comerciales condicionado a que se mantenga la integridad de la obra, sin cambios ni enmiendas de ninguna clase.

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